Hace unas semanas vino a la parroquia un profesor de una escuela de teología que
hay en San Antonio, nos habló, entre otras cosas, de San Ignacio de Loyola y su
espiritualidad. Tres clases maravillosas. El último día quiso dejar un espacio
de tiempo para las preguntas. “Yo quiero que me expliquen –dijo uno- cómo es
posible que los patriarcas pre diluvianos vivieran ochocientos o novecientos
años” (sic). Silencio en el salón. “¿Por
qué si Jesucristo es Dios no hay que arrodillarse -que es postura de adoración-
en el momento de comulgar?” (sic),
preguntó otra. Nuevamente reinó el silencio. El profesor respondió con una cortesía
envidiable. Yo pensaba “¿Será posible que la curiosidad del cristiano medio esté representado en estas dos
preguntas? ¿No ven en la Sagrada Escritura mayores mensajes? ¿Es realmente
importante conocer las diversas costumbres históricas sobre la postura del
cuerpo a la hora de la recibir la sagrada Comunión? Quise pensar que no, que
quienes se acercan a la Escritura o a los sacramentos, lo hacen porque es algo
importante para su vida.
Hoy, décimo tercer domingo del Tiempo ordinario me vuelve
la esperanza con Jairo, el hombre del Evangelio que acude a Jesús porque su
hija se muere. O pienso en Mónica, la madre de Agustín, gastando su vida en
oraciones por la conversión del hijo descarriado. O en muchos padres y madres
de familia, convencidos de que la mejor herencia que puedan dejar a sus hijos
es la trasmisión de la fe. La fe en Jesucristo, como más interesante para la
vida humana que una fortuna o una carrera universitaria, y pienso ¡ay nuestro hermoso
mundo tan secularizado!
Pienso también en la mujer del Evangelio, sí, la misma que
llevaba doce años perdiendo sangre, que es un modo de perder la vida. Tocó el
manto de Jesús, con fe cierta de hallarse delante del Salvador, y su vida quedó
sana. “¿Quién me ha tocado?” ¡Qué pregunta absurda, Señor! Te estruja la gente
y dices ¿quién me toca? ¡Se le iba la vida a chorros! Como a chorros se le va
la vida a tanta gente que nos rodea: a ésos ancianos que viven en un asilo y que
comentan a diario “tanto sacrificio por los hijos ¿de qué nos ha servido?”. A aquellos
que se casaron por la Iglesia, y recibieron el día de su boda el indeleble sello sacramental con que
Dios marca el matrimonio pero que ahora ¡tan pronto! se preguntan –él o ella- ¿en
serio esto es para siempre?
Y al mismo tiempo ¡bendito sea Dios! conocemos a muchos –a
miles- que se han encontrado con Jesucristo Resucitado, miles que se alimentan domingo
a domingo con el Cuerpo de Cristo y siguen viviendo y alimentando su fe, que no
significa dejar de tener problemas o dejar de enfrentare día a día con el
mundo.
La primera lectura
de éste domingo nos regala una enseñanza maravillosa que debe llenarnos de paz
y que debe llevarnos a pensar en profundidad: no hizo Dios la muerte, ni se recrea en la destrucción del hombre[1].
Dios nos hizo para lo eterno, a Su imagen y semejanza[2].
Hoy podemos –y debemos- tomar prestadas las palabras de
los salmos –sí hermano mío, sí hermana mía: tomar prestado un salmo, un salmo
que no es para uso exclusivo de los sacerdotes- diciéndole Dios con infinita
alegría: sacaste mi vida del abismo; me
hiciste revivir cuando ya bajaba a la fosa. Cambiaste mi luto en danzas; te
daré gracias por siempre[3]
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