Nuestra oración no debe consistir en actitudes de nuestro cuerpo: gritar,
permanecer en silencio, o bien doblar las rodillas. Debemos más bien esperar
con un corazón sobrio y vigilante que Dios venga y visite el alma… Toda el
alma, sin dejarse desviar ni distraer por los pensamientos debe dedicarse a la
súplica y al amor por el Señor, debe comprometerse con todas las fuerzas,
recogerse, reunir todos sus pensamientos y consagrarse a la espera de Cristo.
Él entonces la iluminará, le enseñará la verdadera súplica, le hará el don de
una oración pura, espiritual, digna de Dios y de una adoración en espíritu y en
verdad… Dios nos enseña a orar en verdad. Así el Señor encontrará reposo en
la buena voluntad del alma, hará de ella su trono de gloria, se asentará y
descansará ■ Macario
el Grande. Homilía 33, 1-2.