No sé si el mundo está, digamos, peor, que hace veinte años o hace
doscientos o hace mil [en realidad todo es lo mismo desde que Caín mató a Abel[1]] pero
hoy por hoy pareciera que las conciencias se han cerrado a cualquier motivación
moral y que vivir de acuerdo a lo que Cristo enseñó resulta anticuado, pareciera
como si dinero, poder y placer fuese lo importante o que las tres g –ganar,
gastar y gozar- fuese lo que rige los destinos de los hombres…
Celebra la liturgia de la Iglesia el nacimiento de Juan el
Bautista, el mayor de los nacidos de
mujer[2],
el grande ante el Señor[3],
el hombre del desierto para mantenerse imparcial[4],
el profeta duro, el hombre enardecido, radical y terrible que prefiere hacerse
entender con claridad más que coleccionar lisonjas; el profeta que amontona las
denuncias en sus labios como si descargara una tanda de latigazos sobre el
pueblo, sobre la sociedad, sobre las masas; voz estridente, inoportuna,
incómoda y molesta; conciencia vigilante, descarnada, despierta..
En pleno año 2012 –y los que vienen- deberíamos poner más
atención a las palabras y al ejemplo del Bautista: arrepentíos porque ha llegado el Reino de los Cielos[5]. Juan
es el prólogo de Jesús, el eslabón
entre ambos Testamentos, entre la esperanza, la justicia y el amor, de ahí que sus
palabras, su predicación y ejemplo sean una real y auténtica invitación a dos
cosas. La primera: a cambiar nuestro
corazón y nuestra mente, a enfrentarnos con nuestra vida, a mirarla a distancia
como si fuera la de otro, a sentir el dolor de haber obrado de espaldas a Dios
en algunos aspectos, convertirnos una y otra vez, incesantemente. Y la segunda: a levantar la voz con
valentía, como Juan, cuando las cosas no están acuerdo con el espíritu del
evangelio que decimos profesar. ¿Quién es el valiente que dice a unos novios
que una boda de más de mil invitados en la que se desperdicia comida y bebida
-¡después de haber celebrado la Eucaristía!- no va con el espíritu del
evangelio? ¿Quién le dice a la que se casa pronto que gastar más de cinco mil
dólares en un vestido de novia, cuando hay quien no tiene lo indispensable para
vivir- es contrario a las enseñanzas de Cristo? ¿Quién se atreve a sostener en
una reunión de amigos que el vínculo matrimonial es indisoluble, y que sólo se
rompe con la muerte, y que si no hay una nulidad se llama entonces, a aquella relación,
adulterio, así con todas sus letras? ¿Quién habla con claridad a los jóvenes y
afirma que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, y que la sexualidad
fuera del matrimonio destruye, y que el aborto es un auténtico asesinato? ¿Quién
se atreve a decirle a más de algún miembro de la jerarquía de la Iglesia "oiga,
Señor Cardenal, háblenos menos de política y cuéntenos más de la vida de Jesucristo?"...
El Bautista no era una caña que se movía hacia donde
soplaba el viento, no por ello era un conservador al estilo de los saduceos.
Actuó sobre la realidad desde la fe que llevaba dentro. Estas características
de su personalidad deben hacernos reflexionar hoy. En el fondo se trata de no
amar sólo de palabra o por escrito, sino con obras y de verdad. Es obvio que la
manera de vivir de cada uno de nosotros vendrá coloreada por nuestra particular
manera de ser –don de Dios, por cierto- como ocurrió en el caso de Juan. Pero
ello no debe suponer una excusa para un irresponsable "dejarnos llevar" por la
corriente social que justifica lo que no está bien. En otras palabras: no basta
con ser geniales en las ideas, hay que actuar; no basta con decir que tenemos
una espiritualidad y que "participamos de unos medios de formación". Espiritualidad
significa que somos movidos por el Espíritu de Jesús. Entender esta palabra
como mero intimismo, bonito y auto gratificante, supone una huida del mundo que
ni Juan ni Jesús de Nazaret practicaron.
La escucha y obediencia al Espíritu han de hacernos
capaces de discernir en nuestro mundo los valores positivos y los que, por el
contrario, han de ser rechazados por muy general que sea su aceptación, sin
embargo no se trata por ello de ser fanáticos o intolerantes con los demás,
tampoco se trata de vivir como atemorizados, con el pensamiento de que nos
pedirán cuentas y que hay que exigirse, no nos vayan a castigar. Nos pedirán
cuentas, por supuesto; pero no es Dios una autoridad amenazante o un cuentachiles a quien sólo le importa el
resultado fáctico de nuestra conducta. No. Dios es un papá que, con toda
ilusión, concede a su hijo lo necesario para el trabajo que le pide, y que sólo
espera ponerse contento viendo el progreso; que logra las metas que se propone
y se propone lo que es su verdadero bien, lo que el padre le ha sugerido
–porque lo quiere, porque lo conoce–, de acuerdo con su capacidad, pensando
sólo en el bien del hijo y sabiendo sus gustos, sus aficiones, su carácter y lo
que en definitiva le producirá más alegría.
Todos nosotros, por el bautismo, hemos sido elegidos y
enviados a dar testimonio del Señor. En un ambiente de indiferencia, san Juan
es modelo y ayuda para nosotros; san Agustín nos dice: «Admira a Juan cuanto te
sea posible, pues lo que admiras aprovecha a Cristo. Aprovecha a Cristo,
repito, no porqué tú le ofrezcas algo a Él, sino para progresar tú en Él».
En Juan, sus actitudes de Precursor, manifestadas en su
oración atenta al Espíritu, su fortaleza y su humildad, nos ayudan a abrir
horizontes nuevos de santidad para nosotros y para nuestros hermanos ■