La expresión "esto es más difícil de entender que el Misterio de la
Santísima Trinidad", en realidad no ayuda mucho a nuestra fe, porque misterio suena a acertijo indescifrable,
a cosa oculta e inalcanzable, y así la Santísima Trinidad, que se nos ha revelado para que nos sumerjamos en ella, queda
reducida a pieza de museo por la que sólo puedan interesarse los teólogos. Y no
debe ser así.
Pensar en la Santísima Trinidad como un cuadro de
sacristía o algo lejano sucede porque la desenganchamos
de la vida ordinaria y la dejamos en el puro campo intelectual. Lo
reconfortante del texto del Deuteronomio que escuchamos hoy en la primera de las
lecturas es justamente lo contrario: ver que Israel no llega al conocimiento de
Dios por la vía intelectual, sino por la de la historia: ¿Quién es Dios? Repasa
tu historia, Israel, y contempla cómo Él ha actuado contigo. Reconoce, pues,
hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios... y sigue los caminos
que El te marca para que seas feliz. No es que el sol sea una cosa oscura. Al
contrario es pura luz[1].
Es cierto que mirar de cerca éste misterio –el misterio central
de la fe cristiana- produce temor o desconcierto, pero hemos de aprovechar su luz
y su energía que vivifican. El misterio no es que sea oscuro, lo que pasa es
que nos supera. Es una verdad que siempre nos salva pero que nunca agotamos. Y misterio,
en su sentido bíblico no tiene nada que ver con cosa difícil de entender, o con
verdad imposible, hasta para los más inteligentes. Misterio tiene que ver con
cosa secreta, con tesoro escondido que Dios lo revela a los hombres por medio
de los Profetas y los Apóstoles y por Jesús en la plenitud de los tiempos[2].
La idea de los secretos de Dios es muy querida para el pueblo
Israel. Estos secretos atañen particularmente al designio de salvación que Dios
realiza en la historia. También San Pablo nos habla del misterio escondido en Dios, pero revelado a los hombres para que unidos íntimamente en el amor, alcancen en
toda su riqueza la plena inteligencia y el perfecto conocimiento del Misterio
de Dios, en el que están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia.
El pedacito de la (hermosísima) Carta a los romanos que
escucharemos hoy en la segunda de las lecturas, nos ayudará a entender la
revelación del Misterio, a entender que el Espíritu nos hace gritar: ¡Abba! (Padre); y que somos hijos de
Dios, con derecho a participar en la herencia del Hijo nuestro hermano. ¿A
quién revelas tu intimidad, querido lector, sino a los íntimos? Aun con ellos
te resulta costoso, pero fuera de ellos no cabe hacerlo. Íntimos nos quiere
Dios y por eso nos revela su intimidad. Hay en Él una Naturaleza y tres
Personas. Es Uno y Tres a la vez. Esta es el torrente de vida que fluye de Él:
unidad y diversidad. Personalidad propia de Tres y comunión absoluta.
Justamente lo que a los hombres nos resulta imposible[3].
Dios nos llama a todos a una intimidad particular. La
invitación de la liturgia éste domingo es a hacer experiencia del amor de Dios. No de un amor irreal, sino un
amor actual, concreto, hecho obras. Un amor que se experimenta en la vida
diaria, en el sufrimiento, en la entrega al prójimo, en los momentos más
obscuros de la vida. El alma que se siente siempre acompañada de Dios, puede
sufrir, pero nunca caerá en la desesperanza o en el abandono. En un verso de
singular profundidad, en el que dialogan el alma y Dios, escribe Santa Teresa
de Jesús:
Y si acaso no supieres
dónde me hallarás en Mí,
no andes de aquí para allí,
sino si hallarme quisieres
A Mí has de buscarme en ti ■