A veces es útil hacerse preguntas. Y hoy, en este alegre y luminoso día de
Pascua, al iniciar la gran fiesta de los cristianos –la gran fiesta de la fe- es
bueno preguntarnos si sabemos exactamente lo que creemos; interrogarnos sinceramente,
para así poder celebrar bien las siete próximas semanas, hasta Pentecostés[1].
¿Qué es ser cristiano? ¿El cristiano, es el hombre que
cree en Dios? Sí, pero no es necesario ser cristiano para creer en Dios: hay
millones de creyentes que no son cristianos (y no únicamente en países lejanos;
también entre nosotros). ¿El cristiano, es aquel que cree en una vida que no
termina con la muerte? Sí, pero tampoco es exclusiva nuestra creer en la
pervivencia: también hay hombres que esperan otra vida sin ser cristianos. ¿El
cristiano, es el hombre que cree en la necesidad de cierto tipo de
comportamiento, basado en el amor, en la justicia, en la verdad...? Sí, pero –una
vez más- debemos reconocer que no es necesario ser cristiano para creer en la
exigencia de un camino de amor, de lucha por la justicia, de búsqueda de la
verdad... Hay muchos hombres –incluso no religiosos- que de hecho procuran
vivir así.
Todas estas preguntas no definen lo que es nuestra fe. Tampoco
basta decir que el cristiano es aquel que quiere inspirar su vida en la palabra
y en el ejemplo de Jesucristo. Ciertamente, el cristiano –como dice la misma
palabra- se define en relación, en referencia con Cristo. Pero para nosotros,
Jesús no es únicamente un maestro, un ejemplo. Nuestra fe nos pide un paso más,
un paso de una importancia y, sí, de una dificultad- decisiva.
La pregunta sobre nuestra fe tiene una respuesta precisa
y concreta: ser cristiano es creer en la resurrección de Jesucristo. Quien
tiene esta fe –con todas sus consecuencias- es cristiano; quien no cree en la
Resurrección, no puede llamarse cristiano (por más que pueda ser un hombre
admirador de Jesús o un hombre religioso o un hombre justo). Ser cristiano no
pide nada más ni nada menos que esto: creer que Jesús de Nazaret, después de
seguir su camino de anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios, aceptó el
camino de la cruz con una fe, con un amor, con una esperanza total. Y que por
ello Dios Padre le resucitó, es decir, le comunicó aquella plenitud de vida que
Él había anunciado, constituyéndole así Señor para todos los que creyeran en
Él.
Demos un paso más. Hagámonos otra pregunta: ¿Cómo es que los
que creemos en Jesucristo resucitado,
vivo, vivimos vinculados a su vida? Y la respuesta es más o menos sencilla:
nosotros creemos que su Espíritu –aquel Espíritu de Dios que dicen los
evangelios que estaba en él- está en nosotros. Tal cual.
Por eso el tiempo de Pascua debe significar para los
cristianos un progreso en esta fe en el Espíritu del Señor que penetra, ilumina, fortalece, nuestro
camino[2].
El error en el que tropezamos con frecuencia es que
queremos arreglar nuestra vida solos, olvidamos el Espíritu de Dios que está en
nosotros. El camino no lo hacemos solos: el camino es el Espíritu quien lo hace
en nosotros. Y si ésta es nuestra fe, ésta es también la causa de nuestra
alegría (¡como la Santísima Virgen!). Por eso, como hicimos anoche en la
celebración de la solemne Vigilia Pascual, renovemos nuestro compromiso
bautismal, compromiso de fe en el Padre
que es amor, en el Hijo que es nuestro camino, en el Espíritu que está presente
y vivo en nosotros. Renovación de nuestra fe que es renovación de vida y
llamada a la alegría ■
[1] El
Tiempo Pascual es un periodo del año litúrgico, comprendido por los cincuenta
días entre el Domingo de Pascua de Resurrección hasta el Domingo de
Pentecostés. Durante este tiempo de especial alegría y festividad las lecturas
de la Misa son especiales y en vez del Angelus se reza la oración de Regina
Coeli.Durante este tiempo se celebra también el Día de la Ascensión, que
conmemora la ascensión de Jesucristo al cielo en presencia de sus discípulos
tras anunciarles que les enviaría el Espíritu Santo, que es precisamente lo que
se celebra el día de Pentecostés.
[2] J. Gomis, Misa
Dominical 1989, n. 7.