Los mercaderes en el templo son más numerosos de lo que ordinariamente se
piensa. Y la operación limpieza
tendrá éxito cuando no sólo quede eliminado el ruido del dinero junto al altar,
sino cuando corrijamos ciertas actitudes. Es preciso decirlo bien claro: en la
Iglesia no se permite hacer ningún comercio, y si se hace –del tipo que sea- no
estamos actuando bien, ni siquiera el comercio o el negocio de la salvación. Me
explico. Hay personas que se acercan la Iglesia con el único fin de arreglar
los asuntos de su salvación. Una compraventa en el sentido más pleno del
término; personas que se dirige a Dios con un “oye, tú me das un rincón del
cielo y yo te lo pago con la misa del Domingo, y asunto arreglado”. Una
mentalidad de este calibre ¿no merece la actitud enérgica del Señor?
Hay más, muchas más formas de mercadeo, a saber: recurrir a Dios sólo cuando estamos con el agua
al cuello y nos urge su intervención para sacarnos del apuro. Quizás hemos
pisoteado impunemente durante largo tiempo las exigencias de nuestra fe, cuando
todo iba bien. Luego, a la primera señal de peligro, hacemos sonar la sirena de
alarma. Y ¡ay si Dios no acude pronto! En una palabra: Dios a nuestra
disposición y no nosotros a disposición de Dios. Y esto es un cristianismo
falso. Un cristianismo de bandidos.
El asunto es mucho más evidente en relación a los santos.
Para simplificar las cosas, incluso hemos llegado a distribuirles la tarea y a
especializarlos en determinados asuntos: tenemos una larga lista de santos de
socorro de urgencia, encargado cada uno de un sector particular, y sabemos en
cada caso a quién hemos de echar un telefonazo. Naturalmente les pagamos las
molestias; no es que queramos gratis sus favores: una vela encendida, una
novena, un hábito. Los santos, que deberían realizar la tarea de constituir un
perpetuo remordimiento y un ejemplo para
nosotros, han quedado domesticados y utilizados para nuestro servicio. También
ellos quedan a nuestra disposición.
La operación
limpieza del templo sólo se completará cuando logremos desarraigar esa
mentalidad mercantil, esa concepción utilitarista de la fe que nos hace roñosos
y mezquinos, que nos transforma en comerciantes a la sombra del templo.
El Señor quiso limpiar el templo. Y al final de la
operación, su rostro tenía que expresar la misma satisfacción que un ama de
casa, cuando al cabo de una jornada deja la escoba junto a un imponente montón
de basura. Desde luego las consecuencias resultan molestas para nosotros. Hoy
debemos aprender que los enemigos del cristianismo no han de buscarse fuera,
sino dentro del recinto sagrado. Y entre ellos podemos estar nosotros.
Somos muy hábiles para descubrir a los enemigos externos
de nuestra religión, los hemos descubierto y los hemos catalogado, echándoles encima
todas las culpas y declarándoles la guerra, y con esto hemos cometido un error
formidable pues hemos reducido nuestro ser-cristianos a un ser anti-enemigos
externos, sin embargo no nos damos cuenta de que lo esencial, lo urgente es ser
anti-nosotros-mismos.
Vamos diciéndolo de una vez y para siempre: el peligro
para la Iglesia no viene de fuera; viene de dentro, viene de nosotros
mismos. Los enemigos externos le hacen,
en el fondo un estupendo servicio: la obligan a ser vigilante, aumentan su
fuerza de cohesión, la robustecen.
Al mismo tiempo es bueno que seamos serios y humildes. No
vayamos por la vida como fariseos que alardean de justos y desprecian a
"esos malditos comerciantes". No hay nadie que, en su acercamiento a
Dios, vaya como espíritu puro. Dios lo sabe y cuenta con ello, ¿Dónde encontró
Dios a Abraham, o al Rey David? ¿Dónde encontró Jesús a los doce? En el
comercio religioso: Abraham buscaba un hijo y una tierra y David un Reino: Dios
fue purificándolos a través de su
historia hasta hacerlos creyentes. Los doce buscaban primeros puestos en el
Reino por ellos imaginado, y Jesús fue haciéndolos Apóstoles.
Purificar intenciones, vigilar motivaciones, corregir
pretensiones... esto es lo que debemos hacer constantemente, conscientes de que
Dios mismo ayuda y que sólo el encuentro con Jesús crucificado y resucitado
lleva al conocimiento y adoración del Dios Padre.
No pongamos la confianza en señales o seguridades lejanas
a Dios. La Cruz de Jesús aparece como contraria a todas esas pretensiones:
fracaso en lugar de manifestación gloriosa, y necedad en vez de sabiduría.
Para quien se abre a la fe, la Cruz se convierte en la
gran señal, en la sabiduría divina al alcance de los más pobres. La Cruz
destruye el templo donde es adorado el yo,
y descubre el poder resucitador de Jesús, Mesías y Redentor ■