San Marcos nos presenta un cuadro dramático y terrible. Fuera de la ciudad
sagrada, junto al camino, a la vista de los que pasaban por allí, colgado en
una cruz entre dos bandidos, agoniza el mismo hombre que pocos días antes había
sido recibido y aclamado triunfalmente como el Rey-Mesías. Sobre su cabeza un letrero
que da noticia de la causa de su condena: El
rey de los judíos.
Todos se ríen de él, ridiculizando las palabras que había
pronunciado cuando predicaba: tanto los que al escucharlo recibieron su mensaje
como acusación y denuncia de sus injusticias como los que lo debieron sentir
como anuncio de liberación.
Todos están allí: la gente del pueblo que lo había
aclamado el domingo de Ramos y que ya había perdido toda esperanza en él; los
sumos sacerdotes que habían vuelto a engañar al pueblo para que rechazara a
Jesús y que ahora celebraban lo que creían que era su triunfo, y hasta los que
estaban crucificados con él.
Y lo que es peor: todos de acuerdo en que ése no es modo
de salvar al mundo: si el salvador no es capaz de salvarse a sí mismo..., ¿a
quién podrá salvar? Todos de acuerdo en que si Dios estuviera con él la suerte
de aquel condenado no sería la que estaban viendo. Si aquel despojo humano fuera
de verdad el Hijo de Dios, ¿qué clase de Padre sería ese Dios? Y, al final,
parece que aquel hombre en la cruz les da la razón: ¡Eloi, eloi, lema sabaktani, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
El hombre que nos presenta la liturgia de éste domingo
con la lectura completa de la Pasión es…un Dios sin poder. "Creo en un
solo Dios, Padre todopoderoso", decimos en el Credo. Pero ¿en qué consiste
su poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el de los poderosos de la tierra.
El Padre no cambia el curso de los acontecimientos que los hombres, en el uso
de su libertad, han decidido; no fuerza la libertad de los hombres, ni siquiera
para que éstos sean buenos.
… Dios es amor, dice San Juan al escribir muchos años
después de éstos acontecimientos, y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder
sí está llena la figura del crucificado. La gente que estaba ahí en aquel
momento no fue capaz de descubrirlo, no comprendían que era un acto de amor y
el comienzo de la salvación. Y nosotros, dos mil años después ¿seguimos sin
comprenderlo? ¿Creemos que el amor es lo que transforma el mundo? Todos
conocemos la fuerza del amor: si se apodera de nosotros nos cambia la vida, y
cuando se hace norma de convivencia de un grupo, transforma su forma de vivir.
Entonces, si lo dejáramos organizar el mundo en lugar de que siga estando en
manos de la fuerza y del poder, ¿no cambiaría nada? No, no es tarea fácil[1].
La liturgia de éste domingo nos invita, pues a acercarnos
a la pasión del Señor. Dios da al mundo, un año más, la oportunidad de celebrar
la Pascua, de renovarnos en el amor y la fe. En el momento de la crucifixión
sólo un forastero –un pagano, por cierto- supo comprender lo que estaba
sucediendo: De veras este hombre era Hijo
de Dios[2].
Entre tantos salvadores poderosos que
ofrecen –nos ofrecen- tantas cosas, ¿no sería inteligente dar una oportunidad a
este Salvador? Vamos a pensarlo, y a pedir a la Virgen Santísima su compañía a
lo largo de los próximos días ■