Qué duda cabe –lo vemos todos los días- son muchos los que han suprimido de sus
vidas la experiencia del perdón de Dios y no buscan más la reconciliación con su
Creador. ¿Cómo reaccionan al descubrir su propia culpabilidad? Sin duda, muchos
de ellos saben enfrentarse a sus propios errores y pecados para asumir de nuevo
con seriedad su propia responsabilidad: hombres y mujeres fieles a su
conciencia, que se autocritican y son capaces de reorientar de nuevo sus vidas.
Pero no hay duda de que el hombre que no tiene la experiencia de sentirse
radicalmente perdonado, es un hombre que corre el riesgo de empobrecerse y
quedarse sin fuerza para enfrentarse con sinceridad consigo mismo y renovar su
existencia, como el Ave Fénix, imagen tan querida en las tradiciones antiguas[1].
Lo más fácil es vivir huyendo de uno mismo,
justificándonos mil maneras; poniendo la culpa sobre los demás, quitando importancia
a los propios pecados, errores e injusticias: eludiendo la propia
responsabilidad.
Y es que quizá los creyentes -¿Por qué no lo hemos
predicado suficiente los sacerdotes?- no apreciamos lo suficiente la gracia liberadora y humanizadora que se
encierra en la experiencia del perdón de Dios, en la intimidad que podemos
encontrar en el Sacramento de la Confesión, sacramento maravilloso.
Nunca es decisivo lo que ha ocurrido en nuestra vida ni pecado
que hemos cometido. Mientras conservemos una pequeña fe en el perdón de Dios y
en su misericordia, todo es posible: Si
nuestra conciencia nos condena, más grande que nuestra conciencia es Dios[2].
Aquel profundo conocedor del corazón humano que fue San
Agustín nos dice que el hombre que sabe invocar a Dios en medio de su miseria
es un hombre salvado: «El hombre errante que grita en el abismo, supera el
abismo. Su mismo grito lo levanta por encima del abismo»[3].
Siglos después Mozart lo recogió de forma maravillosa en el Recordare de su Requiem:
Gimo porque me
siento culpable,
me ruborizo por mis
faltas:
suplicante os pido,
Dios mío, vuestro perdón.
Tú, que perdonaste
a María Magdalena,
y escuchaste la
plegaria del ladrón,
dame también la
esperanza del perdón[4].
Nuestra vida siempre tiene salida. Todo puede convertirse
de nuevo en gracia. Basta creer en la misericordia de Dios, acoger agradecidos
su perdón. Escuchar con fe desde el fondo de nuestra miseria las palabras
consoladoras: Hijo, tus pecados te quedan
perdonados.
Quien cree en el perdón no está nunca perdido. En lo más
íntimo de su corazón encontrará siempre la fuerza de Dios para levantarse y
volver a caminar ■
[1] El
ave Fénix o Phoenix, como lo conocían los griegos (el Bennu egipcio), es un ave
mitológica del tamaño de un águila, de plumaje rojo, anaranjado y amarillo
incandescente, de fuerte pico y garras. Se trataba de un ave fabulosa que se
consumía por acción del fuego cada 500 años, para luego resurgir de sus
cenizas. Según algunos mitos, vivía en una región que comprendía la zona del
Oriente Medio y la India, llegando hasta Egipto, en el norte de África. Muy
presente en la poesía árabe (En árabe: العَنْقَاء Al-
Anka), El mito del ave Fénix, alimentó varias doctrinas y concepciones
religiosas de supervivencia en el Más allá, pues el Fénix muere para renacer
con toda su gloria. Fue citado por los sacerdotes egipcios de Heliópolis, el
griego Heródoto, los escritores latinos Plinio el Viejo, Luciano, Ovidio,
Séneca y Claudio Claudiano, o los cristianos Pablo de Tarso, el Papa Clemente
de Roma, Epifanio o San Ambrosio. En el Antiguo Egipto se le denominaba Bennu y
fue asociado a las crecidas del Nilo, a la resurrección, y al Sol. El Fénix ha
sido un símbolo del renacimiento físico y espiritual, del poder del fuego, de
la purificación, y la inmortalidad.
[2] Cfr
1 Jn 1, 19-20.
[3] J. A. Pagola, Buenas
Noticias, Navarra 1985, p. 193 ss.
[4] La
Misa de Réquiem en re menor, K. 626 es la decimonovena y última misa escrita
por Mozart, éste murió antes de terminarla, en 1791, el texto completo del
réquiem (latín- español) puede consultarse aquí: http://kareol.es/obras/cancionesmozart/requiem/texto.htm