En los siglos VIII y IX la imposición de la ceniza se unía, en el contexto
litúrgico, a la penitencia pública. Aquel día se expulsaba a los penitentes de
la iglesia. Y este gesto repetía, de alguna manera, aquél otro de Dios
arrojando a Adán y Eva, pecadores, del paraíso... En esta perspectiva se
colocan las palabras del Génesis que se refieren precisamente a este episodio: Con el sudor de tu frente comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al
polvo volverás... Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén, para que
labrase el suelo de donde lo había sacado[1].
Sólo más tarde la imposición de la ceniza tomó un
simbolismo distinto: el de la fragilidad y brevedad de la vida. El recuerdo de
la muerte. La referencia a la tumba.
Con la imposición de la ceniza la liturgia nos recuerda a
el hombre-polvo, el hombre que se ha
alejado de Dios, que ha rehusado el diálogo, que ha sido echado de su casa, que
ha rechazado el dinamismo del amor para caminar siguiendo una trayectoria de
desilusión y de muerte. El hombre-polvo es
el hombre que se opone a Dios, da la espalda a su propio ser y se condena a la
nada. Pero en este dramático itinerario de alejamiento y visitación, existe la
posibilidad del retorno. Retorno al origen. En lugar de precipitarse hacia la
tumba, es posible cambiar de dirección, por eso la invitación –que no es nunca
a fuerzas- a la conversión, a volver a la fuente, de ahí las palabras de Joel
en la primera de las lecturas: Convertíos
a mí de todo corazón.
* * *
Me vuelvo tierra y me confío al constructor para que me
rehaga del todo. Me he equivocado. He perdido el camino de la vida. He perdido
el reino. He comprometido incluso a los otros en mi pecado (todo pecado es un
pecado "público" con consecuencias desastrosas para toda la comunidad
eclesial). Es justo que se me ponga a la puerta.
Pero, a la vuelta de la esquina, vuelvo a condición de...
polvo, de la materia de donde fui creado. Y Él se inclinará aún sobre este
polvo para darle el aliento de vida. Así mi nada es tocada por la plenitud
divina.
De la ceniza salta una chispa de vida. Y ahora la sutil
capa de polvo ya no puede ocultar el esplendor del rostro de un hijo de Dios.
Todo, pues, comienza de nuevo. Puede ser nuevo si acepto
no el fin, sino el principio. No el montoncito de ceniza de la tumba. Sino el
puñado de tierra en las manos del artífice. El poco de tierra dispuesta a
recibir el aliento. Y convertirse así, de nuevo, en un viviente[2].
La cita, pues, con la ceniza es fundamentalmente la cita
con la vida. La
ceniza me recuerda la cuna, no la tumba ■