II Domingo del Tiempo Ordinario (B)


Samuel es uno de los personajes más entrañables del Antiguo Testamento. En el silencio de la noche y en la quietud nocturna del santuario oye que pronuncian su nombre. Cree que es Elí el que llama; pero se equivoca. No es Elí, es el Señor. Un poco le costó a Samuel reconocerlo, pero cuando lo hizo la respuesta fue perfecta: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Y el Señor le habló. Surgió así el profeta Samuel[1].

Aunque no lo creamos, lo mismo puede sucedernos. Vivimos tan inmersos en un mundo masificado, igualitario y tan lleno de ruido que hemos olvidado algo impresionante: la llamada personal de Dios para cada uno con un camino específico que recorrer. Un camino que no será igual al de ningún otro hombre, por sencillo que parezca. El problema está en si somos capaces de discernir la llamada, y es que estamos tan entretenidos, tan preocupados por problemas, tan inquietos, que difícilmente encontramos un rato de silencio y tranquilidad para que la voz de Dios nos llegue a lo más profundo del corazón y nos despierte del sueño que nos invade. Pero la llamada existe. Esto es lo importante y puede quedar sin respuesta a causa de nuestra sordera.

Si respondemos, si somos capaces de decir como Samuel, con toda la sinceridad del corazón, habla, Señor, que tu siervo escucha, se producirá el milagro de convertirnos en hombres y mujeres que tienen una espiritualidad propia y la comparten con los demás.

En el Evangelio de hoy, que es precioso y está lleno de ternura Juan se apresura a señalar a sus discípulos quién es Aquél a quien tienen que seguir. Y lo señala con una frase que a nosotros repetimos muchas veces y que desafortunadamente no produce los mismos efectos que produjo en aquellos discípulos de Juan. Cuando ellos escucharon de Juan: este es el Cordero de Dios, siguieron a Jesús inmediatamente y, tras preguntarle dónde vivía, se quedaron con El. Se quedaron con Él para siempre. La vida ya no sería para ellos igual que antes, ni ellos serían ya los mismos. Se había producido el acontecimiento mayor de los tiempos: el encuentro de un hombre con Cristo.

El Evangelio no nos dice dónde se quedaron, donde vivía Cristo, sólo nos dice lo más importante: que se quedaron. Y hoy sabemos que fue para siempre.

A los discípulos de Juan les bastó una sola advertencia para seguir a Jesús. Nosotros parece que somos más duros de corazón o estamos más distraídos.

Quizás a partir de hoy, cuando en la Eucaristía escuchemos Este es el Cordero de Dios, algo suene en nuestro interior, algo como una voz, una llamada venida de lejos que nos haga ver lo importante que en nuestra vida cristiana es seguir a ese Cordero de Dios cuya misión es devolver al mundo la luz, la vida, la esperanza, el amor ■


[1] A.M. Cortes, Dabar 1988, n. 11

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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