Si nos detenemos a mirar con cierta calma este mundo donde crece la
inseguridad, la incertidumbre y la angustia, quizá no podamos ser demasiado
optimistas. Los optimismos han ido desapareciendo estos últimos años. Son
muchos los pensadores de la postmodernidad que llegan a la conclusión de que
«no hay razón para la esperanza». La historia contemporánea aparece atrapada en
una especie de “destino fatal”; queremos cambiar muchas cosas, pero crece el
sentimiento de que, en realidad, apenas puede cambiarse nada. Por tanto ¿se
puede ser hombres y mujeres de esperanza en un mundo donde lo más “razonable” y
normal empieza a ser la desesperanza y la resignación?
La esperanza cristiana no es un optimismo barato, ni la
búsqueda de un consuelo ingenuo, sino todo un estilo de enfrentarse a la vida
desde la confianza radical en un Dios Padre
de todos, que está sobre todos, entre todos y en todos»[1].
No es cuestión de ser optimistas o pesimistas. La
esperanza es otra cosa. Es algo mucho más profundo. El creyente experimenta la
vida como algo que está en marcha hacia su plenitud. La vida está siendo
trabajada por la fuerza salvadora de Dios.
En el interior del hombre de esperanza crece una
convicción: Dios está viniendo, viniendo constantemente. Y cuando todas las esperanzas
humanas parecen apagarse, el creyente sabe que Dios sigue viniendo en nuestros
trabajos, sufrimientos, aspiraciones y luchas. Por eso, el hombre que de verdad
vive de esperanza no se refugia cobardemente en el disfrute del momento
presente, ni busca consuelo en un mundo artificial y engañoso, ni mucho menos se
hunde en un pesimismo destructor. Prepara, sencillamente, el camino al Señor, es decir, se niega a entrar por caminos que no
conducen a ninguna parte. Y al mismo tiempo se esfuerza por liberar todas las
fuerzas que bloquean el crecimiento y el progreso de una vida auténticamente
humana[2].
Cada día es una nueva ocasión y una nueva posibilidad
para hacer crecer entre nosotros el reino de Dios. En cada una de nuestras
actuaciones por pequeña que sea, estamos engendrando o abortando esa nueva
sociedad.
La pregunta hoy por hoy es muy sencilla y quizá a la vez
perturbadora: ¿por qué nos dejamos desalentar por las malas experiencias de
superficie, sin enraizar nuestra vida en un Dios que sigue vivo y activo en
medio de nosotros?
El mejor y más grande ejemplo es la doncella de Nazaret. María,
la Virgen del Silencio, nos enseña el valor de un silencio fecundo y humilde,
cuajado de obras y realizaciones. Nos alecciona magistralmente en el difícil
arte de decir poco y hacer mucho. No la vemos en las plazas públicas predicando
la Buena Nueva a grandes voces y en decenas de lenguas. No la sorprendemos
haciendo milagros por las cercanías del templo ante el asombro de media
Jerusalén.
Ella seguía callando y oraba. Oraba mucho. Y ese
silencio-oración sostenía la Iglesia naciente y le daba pujanza y fecundidad.
Precisamente por esa intercesión silenciosa, María era la Mediadora de todas
las gracias. Sí, de todas esas gracias que estaba Dios concediendo a raudales a
través de la predicación y milagros de los apóstoles.
María. Lo más poderoso ante Dios. La llena-de-esperanza.
Lo más silencioso ante el mundo ■