Dios creó tu alma silenciosa en el Bautismo, en un silencio inviolado. La llenó de sí mismo al descender a ella toda la Trinidad santa; nada más que para Él. Fue más tarde, poco a poco cuando el mundo hizo irrupción. El ruido la invadió, cubriendo la dulce voz de Dios. Desde el barullo se amplifica. ¡Vuelve al silencio bautismal! El ruido tiene tres generadores: los recuerdos, la curiosidad, las inquietudes. ¡Paraliza sus acciones!
Haz callar los ruidos de los recuerdos. No recuerdes, no reavives ningún “mal recuerdo”. El mal arrepentido está perdonado. La generosidad del amor presente repara el pasado. Olvida las acciones concretas. Basta mantenerte delante de Dios Padre, como pecador beneficiario de su infinita misericordia. El mal es “nada”. ¿Para qué acordarse? Piensa solamente en la gracia de Jesucristo que te ha salvado; en el olvido eterno de tus faltas, que Dios ha destruido.
El no colecciona pequeñeces. Guarda para Él un corazón filialmente contrito, receptivo y tierno: eso es la compunción. No recuerdes, no reavives ningún recuerdo profano: ni de lo que has sido, ni de lo que has hecho, ni de lo que has dejado en el mundo. Confía a Dios todo lo que tienes de más querido, parientes o amigos. ¿No son también hijos e hijas queridos de Dios? ¿Los olvidará Él cuando tú, por Su amor, te has exiliado de los brazos de ellos?
Todos los pensamientos e imaginaciones que les dediques no les sirven de nada. Apartando de Dios tu espíritu, a menudo turban tu corazón, tu confianza en la Providencia y tu fe en la Bondad de Dios. Tu imaginación no debe nunca franquear la clausura a sangre fría. La gracia, sola, ayuda eficazmente a aquellos a los que amamos; la obtendremos proporcionalmente a nuestra intimidad con Dios. Mira a María en Cana. Ella no perdió su sitio. Haced lo que Él os diga ■ Las puertas del silencio, monje de la cartuja de porta coeli, 2002
No hay comentarios:
Publicar un comentario