XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Tanto la canción de la viña del libro de Isaías como la parábola del evangelio nos presentan éste domingo un fiel retrato de nuestra vida, de nuestras relaciones con Dios y con la realidad que nos rodea. Y tanto los profetas –en este caso Isaías- como el mismo Señor usan el mismo procedimiento narrativo para llevarnos a un serio examen de conciencia para descubrir cuál es nuestra verdadera situación y qué valoración hemos de hacer de ella.

Si leemos atentamente la canción de la viña, si oímos seriamente la parábola de hoy, descubrimos que se trata de nosotros mismos, de nuestra propia historia consistente en haber recibido de Dios una serie de posibilidades que no hemos sabido aprovechar. Con un lenguaje poético y sugestivo vamos siendo captados insensiblemente y se presentan a nuestra imaginación todas las circunstancias de nuestra vida vistas desde Dios, desde la realidad, desde la verdad.

Seamos honestos: si estamos leyendo esto (y antes: escribiendo esto) es porque hemos recibido mucho; hemos sido cuidados amorosamente por Dios: hemos recibido talentos y posibilidades y lógicamente se nos ha pedido, a cambio, una respuesta que no es otra cosa que el usar bien esas posibilidades. Nuestra respuesta ha sido deficiente, desagradecida, y algunas veces rebelde.

Estamos muy necesitados de captar con el corazón que todo lo debemos a Dios. No somos ni independientes ni autónomos. Gratis lo hemos recibido todo y hemos de responder con acción y fidelidad, con gratitud. Solamente llevados por la gratitud podemos emplear magnánimamente lo recibido. Cada uno de nosotros tenemos una cuestión personal con Dios que es inaplazable.

Nuestra vida, en el fondo, es un "conflicto con Dios", conflicto que se dirime y ventila en cada momento de nuestra existencia. El Papa lo decía hace pocos días de una manera bellísima:

“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba [a Martin Lutero] el corazón y estaba detrás de toda su lucha interior. “¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de sorprenderme en el corazón  que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. La cuestión no nos preocupa más. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una religiosidad?
Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra, no académica, pero concreta. Pienso que esto sea la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero[1].
O nos consideramos herederos que han de rendir cuentas, o nos consideramos dueños de lo que nos han dado. La rebeldía está en nuestro interior. Espera cualquier oportunidad y la aprovecha con los mejores argumentos.

A la luz de esta parábola hoy es un buen momento para confrontar nuestras actitudes con respecto a Dios, a la Iglesia, a nuestra vocación.

Preguntémonos en qué medida enfocamos nuestra vida como algo dado de lo que hemos de dar cuentas o como algo nuestro de lo que podemos hacer lo que nos parezca bien sin norma y sin referencia superior.

La salida no es un cliché, ni un consejito o el asistir enfundados en nuestros mejores jeans a unas mega-misiones tres durante tres días en Semana Santa para luego aparecer en la sección de sociales de la revistucha de moda.

Sí, la Palabra de Dios es dura y difícil, es tremendamente exigente y no se puede trivializar ¿estamos dispuestos a recibirla con un corazón sincero y sencillo?

Levantemos juntos la mirada a la esclava del Señor, a la Madre de Dios. Así sea ■


[1] Benedicto XVI, ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DEL CONSEJO DE LA IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA, viernes 23 de septiembre de 2011. El discurso completo puede leerse aquí: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110923_evangelical-church-erfurt_sp.html

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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