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A ti sola, alma bienaventurada a quien el Señor atrae al desierto para hablarte al corazón. A ti sola, que lo has acogido como Único. Mejor, que te ha acogido como hostia de alabanza por siempre.

¿Quieres arder ante su Faz adorable como una cera muy pura?

¿Quieres, como los querubines, como los serafines, oh alma, ser irradiada por su claridad, abrasada por su amor, y no ser para Él nada más que Luz y Claridad?

Consiente en olvidar el mundo, el universo y a ti mismo. Si vacilas en perder en Él y por Él tu vida, no sigas más. Lo que sigue no te aclarará nada.

Si el abismo te tienta, suplica al Señor que te envuelva en soledad, que te arroje en el silencio que Él habita y llena, donde Él se manifiesta. Por tu parte, esfuérzate en vivir así.

En cuanto te sea posible, con exacta obediencia y una perfecta caridad, evitarás estas cuatro  cosas, los mayores obstáculos al silencio interior, y que vuelven imposible la contemplación habitual:

· El ruido interior.
· Las discusiones interiores.
· Las obsesiones.
· Las preocupaciones de ti mismo.

¡Hecho esto, habrás franqueado las puertas del silencio! 


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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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