El evangelio de hoy es sencillo: el Señor critica la conducta de los que sólo tienen buenas palabras, y alaba la de aquellos que terminan cumpliendo la voluntad de Dios aunque sea, digámoslo así, a regañadientes. Jesús nos dice que aquellos que parecían buenos, en realidad no lo eran tanto, mientras que a los pecadores, publicanos y prostitutas se les anuncia el evangelio.
Jesús distingue entre las buenas obras y las buenas palabras, entre la ortopraxis [palabra rara y pretenciosa, por cierto] y la simple ortodoxia, y ve que no siempre se corresponden. En menos palabras: creer no es saber mucho y mejor que los otros, ni conocer en cada momento la voluntad de Dios, ni tener como ciertas las verdades que la Iglesia nos propone, sino llevar una vida coherente con el evangelio.
La parábola, en boca de Jesús tiene un destinatario claro: el pueblo de Israel. Israel oficialmente había dicho que sí a Dios, pero en algunos momentos no sigue lo que Dios quiere. Israel no entiende que trabajar en la viña significa tener como criterio el amor y el servicio a todo hombre, sobre todo a los más desprotegidos y no la seguridad de la Ley. El Señor se encuentra con unas conductas muy religiosas pero que son impenetrables al Evangelio y pone como ejemplares otras conductas que pueden ser inmorales, pero que pueden ser transformadas por la gracia de Dios.
A Jesús lo van a matar personas muy religiosas, pero de malos sentimientos. Veinte siglos después la situación es la misma: personas religiosas y “con mucha formación” –ay desdichada frase- pero que no tienen los mismo sentimientos de compasión y perdón que exige el llamarse cristiano.
La pregunta este medio día es muy sencilla: ¿Cumplimos la voluntad de Dios?. Puede suceder que unos tengamos buenas palabras y otros las buenas obras, que unos tengamos los rezos y otros el amor al prójimo, que unos digamos “Señor, Señor”[1] y otros cumplan la voluntad del Padre.
El peligro que acecha a los mejores, a los que se esfuerzan lo mismo que los fariseos es muy sutil: creerse tan al lado de Dios que no se piensa ya en convertirse, en cambiar. Es necesario reconocernos publicanos y prostitutas, pecadores, de una forma o de otra prácticamente todos los días. Dejar a un lado la oración tan al estilo del fariseo: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano”[2].
En el evangelio nos habla siempre de un «hacer», aun cuando menos lo esperamos. «El que hace la verdad viene de la luz[3]». Confesémoslo. Hubiera sido más cómodo: el que contempla la verdad, o bien el que guarda la verdad, o incluso el que defiende la verdad. Pero se dice: «el que hace la verdad...» Solamente los obreros de la verdad, y no los especialistas del «si», llegan a la luz.
La verdad no es nuestra. No nos pertenece. Viene del Padre. Pero tenemos la posibilidad de hacer que sea nuestra: traduciéndola en las obras de cada día. El «hacer» establece una relación estrecha, una especie de parentesco, entre nosotros y la verdad. Si llegamos al final de nuestra vida solamente «armados» de la verdad, se nos cerrarán las puertas. Tenemos qué llegar no con la verdad bajo el brazo, sino con la verdad traducida en los hechos. ¡Cuántas veces hemos faltado los cristianos a la cita de la historia! ¡Cuántos retrasos ha impuesto nuestra pereza a la predicación del evangelio! ¡Cuántos lazos!..
Afortunadamente el Padre tiene a su disposición otros hijos. Unos hijos que quizá no digan que sí, pero al final hacen lo que deben hacer, a diferencia de nosotros, que estamos siempre dispuestos a decir sí, pero al final decidimos tomar otro camino ■
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