XXV Domingo del Tiempo Ordinario (A)

El Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que ustedes en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar, pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito, la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del que lo otorga[1].

Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se presenta como un amo generoso que no funciona, digamos, por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Esta es la gran-buena noticia del evangelio. Pero nosotros insistimos en atribuirle el metro, siempre injusto, de nuestra humana justicia.

En vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con Él y que nos pague puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón. Con esta mentalidad utilitarista tan propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Dios es gratuito.

Poco a poco hemos ido olvidando que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna imposible.

Existen cristianos que creen que la religión consiste en lo que ellos dan a Dios. Y no, la religión consiste en lo que Dios hace por nosotros. Mentalidad de mercenarios. No se dan cuenta el peligro que hay en exigir a Dios «lo que es justo». El verdadero obrero, según el corazón del Señor, es el que se desinteresa del salario. El que encuentra la propia alegría en poder trabajar por el Reino. Sin embargo el nudo de la parábola está en la pregunta del amo: ¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno?

En el fondo la parábola nos dice que podemos ser unos trabajadores extraordinarios, pero al mismo tiempo estar enfermos de envidia. Y, consiguientemente, no sabemos estar en la viña como se debe. Seamos honestos: es más fácil aceptar la severidad de Dios, que su misericordia. Y, sin embargo, la prueba fundamental a que está sometido el cristiano es ésta: ¿eres capaz de aceptar la bondad del Señor, de no refunfuñar cuando perdona, cuando compadece, cuando olvida las ofensas, cuando es paciente, generoso hacia el que se ha equivocado? ¿Eres capaz de perdonar a Dios su «injusticia»?[2] ¿Resistes a la tentación de enseñar a Dios el... oficio de Dios? El hermano obedientísimo del hijo pródigo, ese trabajador ejemplar, ese empleado modelo, se ha revelado incapaz de comprender y aceptar la liberalidad del padre, su acogida festiva al hijo que volvía a casa después de haber dilapidado el patrimonio en juergas y, según él –el texto nunca lo menciona- con mujerzuelas. Se ha sentido ofendido por la fiesta organizada con ocasión de su vuelta. Esa alegría le ha parecido una injuria, una injusticia a su fidelidad.

Nuestra desgracia es la envidia. La mezquindad.

No estamos dispuestos a hacer fiesta cuando Dios hace fiesta a quien no se la merece. Como dicen mis amigos del norte de México “me da la sisca” que si hubiésemos estado presentes al momento de la crucifixión habríamos considerado inadmisible la pretensión del ladrón de entrar en el Reino de Cristo a ese precio. Y habríamos encontrado motivo para criticar aquella canonización inmediata de un pícaro, que no tenía para exhibir ninguna de esas virtudes nuestras «probadas», sino sólo maldades. Que no era –ay frase infeliz- alguien “con formación”.

La infinita misericordia de Dios sólo tiene un enemigo: la envidia. Y quien envidia y no intenta curarse, es también enemigo de sí mismo. Si esperamos la vida eterna como justa recompensa a nuestros méritos, nos cerramos la posibilidad de sorprendernos, como los trabajadores de la hora undécima, frente a la generosidad del amo. Pasaremos la eternidad contabilizando nuestros méritos. Confrontándolos con los de los demás. Corrigiendo las operaciones de Dios. En una palabra: Una condenación ■


[1] El Talmud (התלמוד) es una obra que recoge principalmente las discusiones rabínicas sobre leyes judías, tradiciones, costumbres, leyendas e historias. El Talmud se caracteriza por preservar la multiplicidad de opiniones a través de un estilo de escritura asociativo, mayormente en forma de preguntas, producto de un proceso de escritura grupal, a veces contradictorio.
[2] Cfr Lc 15, 11-32

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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