XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (A)


El texto es el comentario de San Agustín al evangelio de éste domingo[1]. No hace falta decir más.

Si te alegras de que se te perdone, teme el no perdonar por tu parte. Por tanto, si tu hermano peca contra ti siete veces al día y viene a decirte que se arrepiente, perdónale (Lc 17,4). No te hastíes de perdonar siempre al que se arrepiente. Si no fueras también tú deudor, podrías ser impunemente un severo acreedor; pero si tienes un deudor, tú que eres también deudor y de quien no tiene deuda alguna, pon atención a lo que haces con el tuyo. Lo mismo hará Dios con el suyo. Escucha y teme: Llénese de gozo mi corazón -dijo- para que sienta temor a tu nombre (Sal 85,11). Si te alegras cuando se te perdona teme el no perdonar por tu parte. El mismo Salvador manifestó cuán grande debe ser tu temor al proponer en el evangelio la parábola de aquel siervo a quien su señor le pidió cuentas y le encontró deudor de cien mil talentos. Mandó venderlo a él y cuanto poseía para que le fuesen devueltos (Mt 18,25).
Aquél, postrado a sus pies, comenzó a rogarle que le diese tiempo y mereció que le fuesen perdonados. Él, en cambió, saliendo de la presencia de su señor después de haberle sido perdonada la deuda, encontró también a su deudor, siervo como él, que le debía cien denarios y, cogiéndolo por la garganta, comenzó a forzarlo para que pagara. Su corazón se alegró cuando le fue perdonada la deuda, pero no de manera que temiera al nombre del Señor su Dios. El siervo decía a su consiervo lo mismo que éste había dicho al señor: Ten paciencia conmigo y te lo devolveré. Pero contestó: «No, tienes que devolverlo hoy». Fue informado de ello el padre de familia y, como sabéis, no sólo le amenazó con que a partir de aquel momento no le perdonaría nada en el caso de hallarle otra vez deudor, sino que hizo caer de nuevo sobre su cabeza todo cuanto le había condonado y mandó que le devolviera cuanto le había perdonado. ¡Cuánto hemos de temer, hermanos míos, si tenemos fe, si creemos en el evangelio, si no creemos que el Señor es un mentiroso! Temamos, prestemos atención, tomemos precaución, perdonemos. ¿Pierdes acaso algo de aquello que perdonas? Otorgas perdón, no dinero...
¿Qué dirás cuando no quieras conceder el perdón al pecador? Si te apena otorgar dinero al indigente, otorga el perdón a quien se arrepiente. ¿Qué pierdes, si lo das? Sé lo que pierdes, sé lo que dejas; lo veo, pero lo abandonas para tu bien. Abandonas la ira, la indignación, alejas de tu corazón el odio hacia tu hermano. Si permanecen estas cosas donde están, ¿dónde irás a parar tú? La ira, la indignación, el odio permanente, ¿qué harán de ti? ¿Qué mal no harán en ti? Escucha la Escritura: Quien odia a su hermano es un homicida (1 Jn 3,15). «Entonces, ¿he de perdonarle aún cuando peque contra mí siete veces al día?». Perdónale. Lo mandó Cristo, lo mando la verdad a la que acabas de cantar: Guíame, Señor, por tu camino y caminaré en tu verdad (Sal 85,11). No tengas miedo, que no te engaña. «Pero así -dirás- no habrá corrección alguna; permanecerá siempre impune cualquier pecado. Siempre agrada pecar cuando aquel que peca piensa que le vas a perdonar siempre». No es así. Esté en vela la corrección, pero no dormite la benevolencia. ¿Por qué juzgas que devuelves mal por mal cuando das un correctivo al que peca? No pienses así; devuelves bien por mal, y no obrarías bien si no lo dieses. Eso sí, suaviza de vez en cuando la corrección con la mansedumbre, pero haz la corrección. Una cosa es eliminarla por negligencia y otra suavizarla con la mansedumbre. Esté en vela la disciplina: perdona y castiga.
Ved y oíd al Señor en persona, pensad a quién decimos cada día las palabras propias de un mendigo: perdónanos nuestras deudas (Mt 6,12). Y tú ¿sientes hastío cuando un hermano te dice continuamente: «Perdóname, estoy arrepentido»? ¿Cuántas veces dices tú eso mismo a Dios? ¿Prescindes de esa súplica cada vez que rezas la oración? ¿Acaso quieres que te diga Dios: «Mira que ayer te perdoné, durante muchos días te perdoné, cuántas veces he de perdonarte todavía?». No quieres que te diga: «Siempre vienes con las mismas palabras, siempre dices: perdónanos nuestras deudas, siempre te golpeas el pecho, y, cual hierro duro no te enderezas». Mas, puesto que hablábamos de la corrección, ¿acaso no nos perdona el Señor cuando le decimos con fe: Perdónanos nuestras deudas? (Mt 6,12). Y, sin embargo, aunque nos las perdone, ¿qué se ha dicho de él? ¿Qué está escrito acerca de él? Dios corrige al que ama. Pero, ¿con sólo palabras tal vez? Azota a todo hijo que recibe (Heb 12,6). Para que no se moleste el hijo pecador al ser corregido con azotes, también él, Hijo único sin pecado, quiso ser azotado. Por tanto, aplica el correctivo, pero abandona la ira del corazón.
El Señor mismo, refiriéndose a aquel deudor al que exigió de nuevo toda la deuda por haber sido despiadado con su consiervo, dice así: Del mismo modo obrará vuestro Padre celestial con cada uno de vosotros si no perdona de corazón a su hermano (Mt 18,35). Perdona allí donde Dios ve. No pierdas allí la caridad; practica una saludable severidad. Ama y castiga, ama y azota. A veces acaricias y actuando así te muestras cruel. ¿Cómo es que acaricias y te muestras cruel? Porque no recriminas los pecados y esos pecados han de dar muerte a aquel a quien amas perversamente perdonándole. Pon atención al efecto de tu palabra, a veces áspera, a veces dura y que ha de herir. El pecado desola el corazón, demuele el interior, sofoca el alma y la hace perecer[2]


[1] Nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, pequeña ciudad de Numidia en el África romana. Junto con Jerónimo de Estridón, Gregorio Magno y Ambrosio de Milán uno de los cuatro más importantes Padres de la Iglesia latina. En 386 se consagra al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renuncia a su cátedra y se retira con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse por completo al estudio y a la meditación. El 23 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, es bautizado en Milán por el obispo Ambrosio. Ya bautizado, regresa a África, pero antes de embarcarse, su madre Mónica muere en Ostia, el puerto cerca de Roma.
[2] Sermón 114 A, 2.5; un buen número de obras de San Agustín en español puede consultarse aquí: http://www.augustinus.it/spagnolo/discorsi.htm

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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