Soy discípulo tuyo, Señor, y creo en Ti, de eso no cabe duda, pero si tuviera que hacer ahora mismo un análisis para aclarar qué has sido Tú para mí en éstos (pocos) años de vida y (más pocos) de ministerio y concretar el camino por el que Te sigo, es posible que me sorprendieras dando una muy parcial e incompleta opinión y de actitudes con respecto a Ti:
Unas veces creí que eras Juan Bautista, es decir, se me fueron amontonando las escenas en las que te veía: nacer en la pobreza de Belén, vivir en el silencio y la humildad de Nazaret, ser conducido al desierto para ser probado, no tener una piedra donde reclinar la cabeza y morir en la angustia y la soledad de la cruz. Al verte así, seguramente creí que la religión era eso solamente eso: penitencia, austeridad, cruz. Y estaba equivocado. Muchas veces terminaba de hacer oración –si es que a aquello se le podía llamar oración- sintiéndome culpable y repitiendo aquella infeliz frase de “veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más, ¡que soy la nada!”. Estaba equivocado y lo que es peor lo predicaba y lo enseñaba a los demás.
Otras veces te llegué a tomar por Elías, el hombre marcado y arrebatado por el fuego, azote de reyes y príncipes que hizo espectaculares desafíos a los sacerdotes de Baal, como técnica apologética para demostrar la verdad de su religión. Sí, más o menos así, te llegué a entender algunas veces. Me quedaba sólo con la idea de lo duro que eras con los escribas y fariseos mientras asegurabas que habías venido a traer fuego a la tierra y lo que querías era que ardiera, empuñando el látigo contra los vendedores del templo. Detrás de esas imágenes aún puedo ver etapas de mi –recién ordenado Tu sacerdote y queriéndome comer el mundo dentelladas- cuando mi predicación era tremendista y apoyada más en el temor que en el amor; más dispuesta al anatema que a la misericordia. Segundo error. También en ésta visión yo estaba equivocado. Tú no eres así.
Otras veces has sido para mí Jeremías. El varón atormentado, el hombre atrapado entre el amor a su pueblo por una parte y la fidelidad a su vocación por otra, que le llevaba a tener que condenar los desvíos de ese pueblo, lo cual le llevaría a la muerte. Así pensé muchas veces que es la religión: predicar en el desierto. Tú mismo, Señor, lo dijiste: ¡Cuántas veces he querido cobijaros como una gallina a sus polluelos, pero no habéis querido! Tú pasaste haciendo el bien, sin embargo ellos querían que uno –Tú- muriera por el pueblo. Viniste a ellos como Luz, pero ellos prefirieron las tinieblas a la Luz. Sí, a veces me he quedado con esa parcial imagen tuya. En consecuencia, mi seguimiento tuyo ha podido tener tintes de pesimismo y de fatalidad, de creer, en una palabra, que casi toda la semilla se pierde. En menos palabras: me ha faltado fe y, también aquí, me equivoqué.
Sin embargo en algunos momentos de mi vida y de mi sacerdocio también te he visto con los ojos del buen Pedro, y a pesar de lo dicho y mis imprudencias te reconozco como el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Fue a través de mis papás y de la catequesis del colegio[1] que hoy puedo más o menos comprender -¡quién comprende el misterio!- que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Hay momentos en los que siento una profunda pena. Pena por haberme quedado con esas otras imágenes tuyas incompletas, fragmentadas y parciales, viendo en Ti solamente al Jesús penitente o al Jesús arrebatado por el celo de Dios, o al Jesús agónico, el que hacía exclamar al santo de Asís: El amor no es amado.
No. Tú no puedes ser ni para mí ni para nadie una sola de ésas imágenes, todas ellas se derrumban si no se apoyan una en la otra “como las barajitas” que decía mi Tita. Tú eres el Hijo de Dios que por amor se hace penitente, Aquel viene a traer fuego a la tierra y vive en esa agonía de saber que los suyos no le reciben, pero eres, sobre todas las cosas un Salvador lleno de misericordia, el auténtico Príncipe de la paz. En menos palabas –apenas cinco- mi Señor y mi Dios[2] ■
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