XX Domingo del Tiempo Ordinario (A)


Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarles: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David.

También nosotros iniciamos la celebración Eucaristía casi con el mismo grito: Señor, ten  piedad. Este grito, a la cananea, le salía del alma. No sé si también a  nosotros y es que la rutina es capaz de vaciar de sentido incluso lo más sagrado. El grito de la cananea era la gran plegaria de una madre que siente como propio -porque lo es- el dolor de su hija. Hoy podríamos preguntarnos si nuestro grito, tan parecido al suyo, si por lo menos externamente intenta expresar toda la realidad de nuestra vida, no una vida aislada sino marcada y ensanchada por todas las otras vidas, empezando por las más próximas, las de  aquellos que conocemos y amamos pues sólo así la Eucaristía adquiere pleno sentido. Sólo así puede llegar a ser un verdadero intercambio entre la gran riqueza del Señor y  nuestra gran pobreza.

¡Qué difícil entender la escena de la cananea! Estamos acostumbrados  a un Jesús tierno y solícito que casi siempre se adelanta a las necesidades de los que se  cruzaron en su camino y las resuelve con celeridad y prontitud. Aquí, sin embargo, asistimos a un espectáculo insólito: una mujer pide a Jesús no para ella, sino para alguien a quien quería más que a ella misma: para su hija. Una hija enferma debe ser uno de los  mayores dolores humanos. Jesús, sin embargo, se resiste y se resiste duramente, al menos en apariencia, hasta arrancar del corazón de madre una de las más preciosas oraciones que recoge el Evangelio, tan hermosa que venció totalmente el corazón de Cristo. Y se  hizo el milagro. En aquel momento, dice el Evangelio, quedó curada su hija. Preciosa la escena. Y aleccionadora.

En muchas ocasiones a lo largo de la vida hemos sentido el asombro que se experimenta  al comenzar la lectura de este pasaje del Evangelio. En muchas ocasiones nos hemos  encontrado con algo a lo que calificamos de "silencio de Dios". Situaciones inexplicables,  incomprensibles, que aparentemente no tienen respuesta. A veces nos sentimos como  debió sentirse aquella mujer ante las primeras palabras del Señor: rechazados, excluidos, etc. Sin embargo por encima del rechazo aquella mujer consiguió lo que  quería para su hija y recogió de Cristo, para ella, un auténtico piropo: ¡Qué grande es tu fe!  Una fe que nace de la oración y la perseverancia ¡Qué bueno es orar! Hoy también. En medio de la prisa, el ruido y el  aturdimiento, a pesar del trabajo, por encima de los compromisos sociales y de las  diversiones, en los días hábiles y en los de ocio, en el campo y en la ciudad, en casa y en la parroquia, ¡qué bueno encontrar sitio y hora para rezar! Un cristiano apenas podría  explicarse sin esos momentos de oración sincera, calmada y reconfortante. Como un  hombre apenas puede explicarse sin esos momentos de conversación sincera, pausada y reconfortante con los otros hombres y, sobre todo, con aquéllos con los que comparte  ilusiones y proyectos.

¿Es posible imaginar unos novios que no hablasen nunca? ¿Matrimonios que no tienen nada que decirse? ¿Amigos que no tengan frecuentes  y largas conversaciones? Si el hombre no habla con  aquéllos que le rodean y, sobre todo, con aquéllos con los que comparte su vida, es que fabricándose un mundo de  soledad y de angustia. Cuando falla la conversación entre los novios, o el matrimonio, o los  amigos, o los hijos, es que se está acabando el amor y la amistad. Lo mismo sucede entre un cristiano y su Dios, un Dios personal con el que se comparte la vida, con todas sus ilusiones y sus decepciones, un Dios con el que se habla, con el que se cuenta, a quien se pide, como la cananea, y a quien se agradece. Dios y el cristiano son dos amigos que entretejen juntos cada día y repasan juntos cada  acontecimiento. Y esto no puede hacerse sin orar.

Nos debe interesar mas a los cristianos, reconquistar en nuestra vida el tiempo y el espacio que debe ocupar la oración, el encuentro amoroso y diario con Dios, el momento en  que repasemos con El nuestro modo de concebir la vida, nuestro modo de realizarla,  nuestro peculiar estilo de vivirla. El momento de acercarnos a su fuerza, a su bondad, a su  misericordia, para hacernos poco a poco semejantes a Él.

Posiblemente una de las pérdidas de este vértigo que nos rodea a todos en la época del  ruido y la velocidad, sea la pérdida del sentido de lo sagrado, del gusto por la oración, entendida como necesidad de  ponerse en contacto con Dios para encontrar la respuesta adecuada a lo que pedimos y a lo que necesitamos en muchos momentos; es luchar por intentar vivir sin que ningún demonio nos atenace el alma como a la hija de la cananea  que nos da un ejemplo tan vivo y tan atrayente de lo que es en realidad hacer oración ■

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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