XIX Domingo del TIempo Ordinario (A)


Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. Si eres tú, mándame (Mt 14,28): porque no puedo hacerlo por mí, sino por ti. Reconoció lo que era de por sí y lo que era por aquel por cuya voluntad creía poder lo que no podría ninguna debilidad humana. Por eso, si eres tú, mándame, pues nada más mandarlo, se hará; lo que no puedo yo presumiendo, lo puedes tú mandando. Y el Señor le dijo: Ven. Y bajo la palabra del que le mandaba, bajo la presencia de quien le sostenía, bajo la presencia de quien disponía, Pedro sin vacilar y sin demora, saltó al agua y comenzó a caminar. Pudo lo mismo que el Señor, no por sí, sino por el Señor. Porque en otro tiempo, fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz, pero en el Señor (Ef 5,8). Lo que nadie puede hacer en Pablo o en Pedro, o en cualquier otro de los apóstoles, puede hacerlo en el Señor. Por eso Pablo, rebajándose útilmente, exalta al Señor diciendo muy bien: ¿Acaso ha sido crucificado Pablo por vosotros ¿O fuisteis bautizados en el nombre de Pablo? (1 Cor 1,13). No, pues, en mí, sino conmigo; no bajo mi poder, sino bajo el suyo.

Pedro caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no podía hacerlo. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no hubiera podido. Éstos son los fuertes en la Iglesia. Atended, escuchad, entended, obrad. Porque no hay que tratar aquí con los fuertes para que sean débiles, sino con los, débiles para que sean fuertes. A muchos les impide ser firmes su presunción de firmeza. Nadie logra la firmeza de manos de Dios, sino quien reconoce en sí mismo la flaqueza: El Señor derrama lluvia voluntaria en su heredad. ¿Por qué os adelantáis los que sabéis lo que voy a decir? Templad la velocidad para que nos sigan los más lentos. Esto dije y esto digo: Nadie logra de Dios la firmeza, si no reconoce en sí mismo la flaqueza...

Así dice Pedro: Mándame ir a ti sobre las aguas (Mt 14,28). Me atrevo, a pesar de ser hombre, pero no lo suplico a un hombre. Mándelo el Dios hombre, para que pueda lo que no puede el hombre. Dijo: Ven. Descendió y comenzó a caminar sobre las aguas. Pedro lo pudo, porque lo mandaba la Piedra. Eso es lo que podía Pedro en el Señor. ¿Qué podía en sí mismo? Sintiendo un viento fuerte, temió y comenzó a hundirse y exclamó: Señor, líbrame, que perezco! (Mc 14,30). Presumió del Señor y pudo por el Señor; pero titubeó como hombre y se volvió al Señor. Si decía: «Se ha movido mi pie»... ¿Por qué se ha movido, sino porque es mío? ¿Y qué sigue? Tú misericordia, Señor, me ayudaba (Sal 93,18). No mi poder, sino tu misericordia. ¿Acaso el Señor abandonó al que titubeaba, si le oyó cuando llamaba? ¿Dónde queda aquello: Quién invocó al Señor, y fue abandonado por él? Y aquello: Todo el que invocare el nombre del Señor será salvo (JI 2,32). Concediendo al momento el auxilio de su diestra, alzó al que se hundía y reprendió al que desconfiaba: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? (Mt 14;31). Presumiste de mí y dudaste de mí.

¡Ea, hermanos!, acabemos el sermón. Contemplad el siglo como un mar; el viento es fuerte y la tempestad violenta. La concupiscencia es como una tempestad para cada uno. Amas a Dios: caminas sobre el mar, la hinchazón del siglo cae bajo tus pies. Amas al siglo: te engullirá. Sabe devorar a sus amadores, no soportarlos. Pero cuando tu corazón fluctúe, invoca la divinidad de Cristo. ¿Pensáis que el viento contrario es la adversidad de este siglo? Cuando hay guerras, tumultos, hambre, peste; cuando aun a cada hombre privado le sobreviene una calamidad, se piensa que el viento es adverso y se estima que entonces hay que invocar a Dios. En cambio, cuando el mundo sonríe con la felicidad temporal, se estima que el viento no es contrario. Pero tú no has de mirar a la tranquilidad temporal; mira a tu concupiscencia. Mira si reina en ti la tranquilidad; mira si no te dobla un viento interior; eso has de mirar. Gran virtud es luchar con la felicidad para que no te domine, para que no te corrompa, para que no te sumerja. Gran virtud es, repito, luchar con la felicidad. Gran felicidad es dejarse vencer por la felicidad. Aprende a conculcar el siglo; acuérdate de confiar en Cristo. Y si tu pie se mueve, si vacila, si no logras superar algo, si comienzas a hundirte di: ¡Señor, perezco; sálvame! Di: Perezco, para no perecer. Sólo te libera de la muerte de la carne quien murió por ti en la carne San Agustín,  Sermón 76,5-9

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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