XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

El Señor, con una multitud de gente que le sigue porque espera cosas de él, hace un gesto que es una profunda afirmación de su misión redentora: por él, por medio de su persona, se hace realidad el anuncio de vida abundante y para todos que era, al fin y al cabo, la gran promesa de Dios a su pueblo. Es decir, el Reino de Dios llega, y será verdad que todos los hombres podrán verse liberados de sus limitaciones y podrán vivir en plenitud; a nadie le faltará el pan, a nadie le faltará de lo necesario para poderse sentir lleno de la dignidad de hombre amado por Dios. Dice el evangelio que al ver a toda ésa gente se compadeció de ella[1] y por eso, se puso a curar a los enfermos que habían llevado; después, cuando es muy tarde y no tienen qué comer vuelve a compadecerse y multiplica la poca comida que hay. Jesús siempre ha actuado así. El Reino que él anuncia, la Buena Nueva que proclama, tiene siempre un primer nivel de verificación: la lucha concreta contra el mal material que oprime a la gente. La curación de los enfermos será el signo más constante y repetido de esta preocupación de Jesús, y, en la escena excepcional de hoy, lo será también el hacer posible que el pan llegue a todos. La llamada que eso significa para todo cristiano es evidente.

Pero hay algo más. El Reino de Dios es la plenitud del ser hombre, la invitación a vivir con Dios para siempre. Ya los profetas habían hablado de esto usando la imagen del banquete con comida abundante, que llegará para todos; una fiesta en la que todos se sentirán felices, y que significará el final de las limitaciones que padecen los hombres en el cuerpo y el espíritu.

El Señor, con el gesto de la multiplicación de los panes, está diciendo que este Reino llega, y está urgiendo también a desear este Reino. Y participar de este banquete implica, por ejemplo, que uno no se encierre en tener más y más hambres materiales, sino que se sienta hambriento de más cosas: hambriento, al fin y al cabo, de Dios, con todo lo que eso conlleva de desprendimiento de uno mismo y de afán por seguir el estilo de amor que Jesús ha vivido y enseñado.

Alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes.... El texto recoge, intencionadamente, las mismas palabras de la institución de la Eucaristía. Y es que la multiplicación de los panes es también, en última instancia, un signo de aquello que significa la Eucaristía. Cuando partimos el pan, cuando comemos el pan que es Jesucristo, hacemos presentes los dos niveles de sentido que descubrimos en el relato de hoy: la Eucaristía es señal de nuestra voluntad de que el pan material llegue a todos los hombres, para que todos puedan vivir la felicidad más inmediata y necesaria, como Jesús quiso.

Y la Eucaristía es al mismo tiempo signo de la plenitud de vida que Dios quiere para toda la humanidad, es signo del banquete definitivo de todos los hombres, convocados por el Señor, alimentados por Él, en su Reino. Para siempre ■

[1] Mt 14, 14. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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