XVII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Más allá de la crisis económica que atraviesa al menos ésta parte del mundo, hay otra (crisis) que atraviesa el corazón del hombre. Es una crisis radical, vital, que afecta a la vida misma, a su sentido, a su validez, a su orientación fundamental. El hombre de hoy, con mucha frecuencia, no sabe ya por qué ni para qué vive. Nuestro mundo –especialmente occidente- está lleno de cosas facilitan y hacen amable la vida; el confort y la comodidad van llegando poco a poco a todos los hogares. Basado en los (serios) estudios del sociólogo francés Emile Durkheim[1], se publicó hace poco un estudio en el que se habla del interesante hecho de que los indios de las tribus todavía no civilizadas no padecen neurosis ni enfermedades psicológicas. Sin embargo, como por un trágico contraste, es fácil observar que las sociedades más civilizadas (?), las más desarrolladas, las "islas de la opulencia", son las que registran cotas más altas en cuanto a enfermedades psicológicas o suicidios se refiere.

No solamente los más jóvenes atraviesan por ésta crisis; ya no se trata de una crisis moral o de afiliación a ideologías corruptoras. Ahora se trata de una crisis que podría llamarse de cansancio cultural o, más en el fondo, de cansancio de la vida. En los más jóvenes encontramos un escepticismo y un gran cansancio. En lo poco que han vivido han percibido que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es lo mismo y que todo es superficial y, lo que es peor, que no hay que buscar nada, porque nada hay que encontrar. Paradójica y ridícula la situación de nuestro mundo, que, en las zonas más desarrolladas y confortables, junta al mayor desarrollo económico la mayor pobreza espiritual.

Insisto: no se trata de un problema de ideologías. El hombre occidental está cansado. Muchas neurosis –bien disimuladas tras aparente diversión y frivolidad-, muchas violencias, muchas angustias, muchos suicidios, obedecen simplemente a que el hombre ha perdido contacto con lo vital. Ya no se sabe por qué ni para qué se vive. O, mejor dicho, empieza a aceptar -y ésta es una tragedia- que no se vive por nada ni para nada.

El hombre no puede vivir así. El corazón humano tiene demasiadas exigencias como para conformarse con un mero conformismo o un mero sobrevivir, por muy confortable que sea. Después de todas las diversiones y las agitaciones, por más entretenidas que hayan sido, o en los momentos más serios de la vida, le rebrota una y otra vez, desde lo más hondo del corazón, la pregunta por el sentido de su vida.

En una sociedad como la de hoy donde se eliminar toda dificultad y vivir en un estado de máxima comodidad, el hombre se ahoga si no tiene un motivo para vivir, una causa en cuyo servicio gastarse y desgastarse. El esfuerzo, el sacrificio, el dar la vida generosamente dan al hombre un sentimiento de felicidad más profundo que el de la comodidad, el confort, la diversión y de esto la historia guarda millones de ejemplos. No es lo difícil, es lo fácil y sin sentido lo que angustia al hombre. El que se descarga acaba cansándose, y el que gozosamente toma sobre sí la carga de la donación y el amor permanece joven y lleno de sentido.

Es en medio de todo esto donde hoy sigue teniendo vigencia como nunca esta hermosísima parábola del tesoro escondido. Los hombres y mujeres de hoy seguimos buscando –a veces consciente a veces inconscientemente- un tesoro; un tesoro que vale más que todo lo que nos rodea, un tesoro que salve nuestra vida, que nos dé una causa para vivir y para morir.

El peligro es que el tesoro puede estar escondido y sepultado en medio de tanto confort y facilidad como nos rodea ¿quién tendrá el valor de desenterrarlo y darlo a los demás? ■


[1] Durkheim creó el primer departamento de sociología en la Universidad de Bordeaux en 1895, publicando Las reglas del método sociológico. En 1896 creó la primera revista dedicada a la sociología, L'Année sociologique. Su influyente monografía, El suicidio (1897), un estudio de los índices de suicidios entre poblaciones católicas y protestantes, fue pionera en la investigación social y sirvió para distinguir la ciencia social de la psicología y la filosofía política. En su obra clásica, Las formas elementales de la vida religiosa (1912), comparó las vidas socioculturales de las sociedades aborígenes y modernas. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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