Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

No sólo de pan vive el hombre. Estas palabras, que escuchamos en la primera de las lecturas y que pertenecen al libro del Deuteronomio recuerdan la conversación en el desierto entre el Señor y el demonio. Al citar Jesús éstas palabras del Antiguo Testamento está diciendo que por encima de las necesidades que nos aquejan, está la imperiosa necesidad de libertad. No se puede vivir a cualquier precio, cuando el precio de costo es la propia dignidad humana. En ese mismo sentido escribe el autor del Deuteronomio, para suscitar la esperanza del pueblo de Israel.

Este domingo, solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, en el evangelio Jesús mismo se presenta como el pan vivo, el pan de vida, el pan para la vida. Se ofrece él mismo en la forma de pan, un pan por el que todos suspiramos y que es el símbolo de la libertad, del amor y de la felicidad. Hoy, al recordar el discurso del pan de vida –precisamente en la Eucaristía, que es memoria de Jesús- hemos de tener los mismos sentimientos de Jesús y la misma coherencia de vida del Maestro que dio su carne y su sangre en sacrificio por la vida del mundo. Comulgar no es solamente recibir a Cristo, sino entrar en comunión con él, hacer causa común con él. Y bien sabemos que la causa de Jesús es el hombre, sobre todo el débil, el oprimido, el empobrecido, el explotado, el reducido a la miseria y al hambre.

Vamos a ser muy honestos: es muy fácil, muy cómodo, repetir que el hombre no vive sólo de pan, cuando se tiene pan en abundancia. Tú que me lees y yo que escribo tenemos pan en abundancia. Si decimos sin peso ni profundidad eso de no sólo de pan vive el hombre, malinterpretamos la palabra de Dios, burlamos el sentido de la Escritura y evadimos nuestra responsabilidad cristiana y nuestro compromiso en la comunión. Cuando Jesús repitió las palabras del Deuteronomio frente al diablo, naturalmente no negaba la necesidad de pan que tiene el hombre, sino el modo de procurarse el pan y la ambición de acaparar pan convirtiendo en pan todas las piedras.

No todos los modos de ganarse el pan están de acuerdo con nuestra dignidad. No es lícito apoyar un sistema que produce pobres en abundancia y luego inventar alternativas mezquinas para proporcionarles el pan con a cuentagotas. Pero tampoco es conforme con la dignidad humana dedicar todos los esfuerzos para acumular pan o riquezas, incluso a costa del empobrecimiento y hambre de los demás[1].

La primera exigencia de la dignidad humana es la igualdad. Toda discriminación que lesiona la dignidad del prójimo, lesiona la dignidad de todos los hombres. Es curioso, sentimos como propias las injurias que se infieren a nuestra familia, a nuestro pueblo, a nuestra nación... ¿Y no sentimos como propias las injusticias contra los pobres, los que tienen hambre y sed, los que carecen de trabajo, los que se ven privados de casa, los marginados, que también son hermanos nuestros? Y no vale –al menos a muchos no nos convence- decir “una vez al año hago mega-misiones y estoy con ellos, con los pobres” ó “hago labor social una vez al año durante el verano”. Eso no compromete. Eso, en palabras de un sacerdote que sabe mucho de misiones y pobreza, son “aspirinitas para adormecer los gritos de la conciencia de un cuerpo que el resto del año vive una vida regalada”.

Compartir el pan –o el dinero, o el tiempo, o medicinas, o ¡algo!- con aquellos que menos tienen es comulgar con Cristo: Y viceversa, comulgar con Cristo es compartir el pan con los hermanos. Porque el pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos de un mismo pan. Con estas palabras san Pablo alude inequívocamente a la incorporación a la Iglesia, que es la prolongación y continuación del cuerpo de Cristo. De ahí que la Eucaristía, que es el sacramento del cuerpo de Cristo, es también e inseparablemente símbolo de la Iglesia.

En menos palabras: comulgar es reforzar el símbolo y lo simbolizado, el rito y la vida. Porque el sacramento no sólo significa, sino que realiza; no es sólo un reclamo, sino también un imperativo y una llamada para hacer de verdad lo que representamos.

Celebramos la Solemnidad del Corpus, y no podemos comulgar de espaldas al mundo y a los hermanos. No podemos pertenecer a la Iglesia, como se pertenece a un club para utilidad propia.

La eucaristía funda a la Iglesia como comunidad de servicio al mundo, como prolongación del cuerpo de Cristo, que se ofrece en la cruz por la vida del mundo. De ahí que la comunión, al tiempo que nos incorpora y mantiene en la Iglesia, nos vuelca y compromete en el servicio a los hombres, en solidaridad con todos y especialmente de los pobres o los menos favorecidos. Por eso no comulgamos de verdad, si reducimos nuestra solidaridad a la espiritual y la negamos a los demás ámbitos de la vida; no tomamos en serio la comunión, si no tomamos en serio la vida, la justicia, la fraternidad ■


[1] Si te escandalizas con éstas ideas o arqueas una ceja pensando “el fader se nos vuelve comunista” te aconsejo le eches un ojo a la frase –durísima- de Mons. Hélder Pessoa Câmara: “Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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