Te propongo esto… Vuelve, poco a poco, a tu corazón. Desde luego, inicialmente: calla. Con serenidad y paz huye de las consideraciones (de todas ellas) que, desde hace poco o desde hace mucho, te abruman o molestan. Déjalas de lado. Puedes decir dos cosas: o todas ellas te sirven para tu bien espiritual (incluidas las humillaciones y los fracasos) o de nada valen y no tienen peso alguno: no existen. Lo más probable es que tengan su sentido. Quizá enseñarte (con insistencia) a no temer. Tal vez, con mayor fuerza, a que compruebes que, a pesar de todas ellas, puedes y debes seguir tu camino. Lo que parece estrujar la libertad puede convertirse en el detonante de la conciencia para vencer a todos los enemigos de ella. Luego investiga acerca de un primer descenso, hacia adentro. Lo primero será valorar el don de Dios que eres tu mismo. Nada ni nadie te quita tu lugar en el Corazón del Señor. Si lo aceptas: te encuentras en Él. Así de simple. El Amor de Dios no se adquiere ni se compra. Has de aceptarlo. Vive estos instantes de meditación con suma sencillez. No es necesario que asistas a ninguna carrera, ni corrida, ni examen. Ni que acudas a recibir premios necios, ni que te veas rodeado de mirones impertinentes. Nadie te juzga, porque nadie puede juzgarte. Si alguien se entromete, déjalo pasar. Y nada más. Entonces: olvida. Porque lo más profundo no tiene figura para ti, sino silencio. Y pasa adelante. Acoge, descubre la sonrisa inefable entre la Madre y su Hijo, entre Jesús y María. Quédate allí (aquí) un instante. Alégrate… Piensa que nada ni nadie te aleja de esta maravilla, que es tu participación escondida en la soledad de tu ermita. En medio de tu santuario, en tu corazón. Haz silencio, no te agites ni procures cosa alguna… Déjate llevar por esa brisa que es amor inefable. Quizá algunos “pensamientos” acudan a perturbar precisamente en este momento. Pues nada, no te identifiques con ellos, sepárate… Entre ellos hay aperturas, espacios, grietas… Vuélvete y pasa más allá y a través. Sírvete de la puerta estrecha. Reposa… No aguardes esto o aquello. No te sorprendas de pensamientos nuevos, ni de situaciones o sucesos desagradables. No temas las tinieblas: allí está el Señor de camino. Silencia todas las voces impertinentes. Tú mismo puedes hacerlo en tu interior. Y abandónate. Firme en la Fe, no vaciles. ¿Qué o quién puede apartarnos del Amor de Dios? El Silencio en el corazón es densidad, es Presencia. Persevera y no temas. Tomado de diario de un ermitaño urbano (http://ermitaniourbano.blogspot.com) ■
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