Según la tradición bíblica, el mayor de los pecados es vivir con un corazón cerrado y endurecido un –digámoslo así- “corazón de piedra” y no de carne: un corazón obstinado y torcido, un corazón poco limpio. Quien vive cerrado, no puede acoger el Espíritu de Dios; no puede dejarse guiar por el Espíritu de Jesús[1].
Cuando nuestro corazón está cerrado, nuestros ojos no ven, nuestros oídos no oyen. Vivimos separados de la vida, desconectados. El mundo y las personas están “ahí fuera” y yo estoy “aquí dentro”. Una frontera invisible nos separa del Espíritu de Dios que lo alienta todo; es imposible sentir la vida como la sentía Jesús. Sólo cuando nuestro corazón se abre, comenzamos a captarlo todo a la luz de Dios.
Cuando nuestro corazón está cerrado, vivimos volcados sobre nosotros mismos, insensibles a la admiración y la acción de gracias. Dios nos parece un problema y no el Misterio que lo llena todo. Sólo cuando nuestro corazón se abre, comenzamos a intuir a ese Dios en quien vivimos, nos movemos y existimos[2]. Sólo entonces comenzamos a invocarlo como Padre, con el mismo Espíritu de Jesús.
Cuando nuestro corazón está cerrado, en nuestra vida no hay compasión. No sabemos sentir el sufrimiento de los demás. Mucho menos aceptamos su perdón. Vivimos indiferentes a los abusos e injusticias que destruyen la felicidad de tanta gente. Sólo cuando nuestro corazón se abre, empezamos a intuir con qué ternura y compasión mira Dios a las personas. Sólo entonces escuchamos la principal llamada de Jesús: Sed compasivos como vuestro Padre[3].
San Pablo formuló de manera atractiva una convicción que se vivía entre los primeros cristianos: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado[4]. ¿Lo podemos experimentar también hoy? Lo decisivo es abrir nuestro corazón. Por eso, nuestra primera invocación al Espíritu ha de ser ésta: “Dános un corazón nuevo, un corazón de carne, sensible y compasivo, un corazón transformado por Jesús” ■
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