Domingo de Pentecostés 2011 (1)


La fiesta de Pentecostés es la tercera gran Pascua cristiana, la tercera gran celebración liberadora. La primera fue Navidad, cuando Dios se hace humano y amigo, pobre y pequeño, cuando nos llueve y penetra la ternura, cuando nos abrimos a la esperanza, porque Dios viene a liberar a su pueblo. La segunda fue la Resurrección, cuando Dios se hace espiga de primavera, vida y victoria, amor que vence toda esclavitud y toda muerte. La tercera es hoy: Pentecostés. Dios se hace aliento vivificante, fuerza insuperable, fuego de amores. Es el don del Espíritu Santo, que todo lo recrea.

Para hablar del Espíritu Santo utilizamos más los símbolos porque su personalidad la tenemos menos definida que la del Padre o la de Hijo. Acudimos a los símbolos y a los efectos. No sabemos definir muy bien quién es el Espíritu, pero sentimos su fuerza, su libertad, su alegría, su vida, su amor. Es luz y fuego, brisa y viento, venero y río, nube y tormenta, aceite y perfume, sellos y arras de esperanza. La paloma que pacifica, defensor que libera, huésped que acompaña, maestro de la verdad, consolador maravilloso, abrazo que reúne a los dispersos, dador de gracias y carismas, director espiritual, energía de amor. La liturgia nos regala unos himnos cuya sola lectura llenan el alma de paz y alegría[1].

El Señor compara el Espíritu con el viento para ayudarnos a entender. El viento es algo espiritual que nadie puede ver pero que se siente su fuerza y energía: sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene y a dónde va. Así es todo lo que nace del Espíritu[2]. El Espíritu es inasible e imprevisible. Es pura libertad. Nadie puede manipularlo. Nadie puede forzar su venida o prever sus movimientos. Nadie puede conquistarlo o merecerlo. Es absoluta gratuidad. Se regala como estímulo, como paz, como alegría, como inspiración, como amor. El Espíritu no se derrama en el alma porque ¡ay! al final de la jornada en la hoja de cuadricula de la agenda estén palomeadas las actividades espirituales. El Espíritu es un puro regalo, es gracia, es luz,

La palabra bíblica, tanto en hebreo como en griego, para designar al Espíritu es viento o aliento, eso que respiramos y que nos hace vivir. Así de fácil, así de sencillo. El Espíritu es el aliento que Dios sopló al principio sobre el barro humano[3]. Es Job, ése gran personaje, quien en nombre de todo ser humano confiesa el soplo de Dios me hizo, me animó el aliento del Señor[4]. Ese viento a veces es brisa suave que alivia y refresca[5]; a veces el Espíritu de Dios no se manifiesta en los grandes acontecimientos o en experiencias apasionadas, es también grano de mostaza. Dios nació arropado por la brisa de la sencillez y la humildad. Dios puede hacerse presente en la brisa suave de una caricia, una sonrisa o una paz muy íntima. El Espíritu se puede hacer sentir en la brisa de una música con ruido de naturaleza[6], de un poema sencillo, de una palabra amistosa, de una persona buena.

Otras veces el viento resulta impetuoso y entonces arrastra y eleva, venciendo todo tipo de dificultades. Es la fuerza invencible del Espíritu. También así se manifiesta y se hace presente[7]. El día de Pentecostés el viento del Espíritu sonó con fuerza... Vino del cielo un ruido, como el de una ráfaga de viento impetuoso. Se trata de una experiencia fuerte, un viento que va a transformar muchos corazones, va a abrir las puertas cerradas, va a remover las losas de todos los sepulcros, va a conmocionar hasta los últimos cimientos de las estructuras humanas.

Hay efectivamente experiencias de fuego, como ésta de Pentecostés. Los discípulos se llenaron de energía y empezaron a hablar. No había quien los parara, ni las presiones políticas o religiosas, ni la burla de los sabios y prudentes, ni las exigencias de las autoridades, ni el sufrimiento o la muerte.

También el Espíritu hoy puede derramarse sobre nosotros con la fuerza de Pentecostés. Es el Espíritu que derriba los muros de la vergüenza o reconcilia a naciones y razas enfrentadas. El espíritu que fortalece a los héroes de la caridad y a los mártires por el evangelio. El Espíritu que se manifiesta en una explosión de luz o en una tormenta de lágrimas. El Espíritu que hace hablar en libertad y valentía a los profetas de todos los tiempos.

Jesús, rebosante de Espíritu, quiso entregarlo generosamente a los suyos. Conmueve profundamente ver a Jesús exhalando su aliento sobre sus discípulos. Hoy el Señor sigue exhalando su aliento sobre nosotros. Hace pasar su Espíritu a nuestros pulmones, para que podamos respirar en sintonía con él. Quiere decir que podemos orar la oración de Jesús, repitiendo con él constantemente el Abba; o que Jesús puede seguir renovando su oración en nosotros. Quiere decir que podemos sentir y amar como Jesús, o que Jesús puede prolongar sus sentimientos y su amor en nosotros. Quiere decir que podemos repetir las bienaventuranzas, o que él puede seguir evangelizando a los pobres por medio de nosotros.

Recibid el Espíritu Santo, les dice aquella tarde de la Resurrección a los suyos, y es como si dijera: “Bebed el agua más pura y el vino más generoso. Bebed una y otra vez, que no se agota. Respirad el aire más limpio: oxigenaos bien con mi aliento, inspirad y exhalad bien mi Espíritu; hacedlo así, hondo y despacio, que penetre bien el oxígeno de mi Espíritu en toda vuestra sangre, que os compenetréis bien de mi Espíritu. Respiradlo bien, así, hondo y despacio, una vez y otra, indefinidamente, eternamente”.

Hoy que celebramos la fiesta de Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia y el fin del tiempo Pascual vale la pena detenernos en aquellas (estupendas) palabras del teólogo alemán: "Nuestra noche no es ya más que la incomprensibilidad de un día sin ocaso. Y las lágrimas de nuestra desesperación, de nuestros siempre renovados desengaños, no son sino las apariencias falsas que envuelven un júbilo eterno. Dios es nuestro. No nos ha dado sus dones creados, limitados como nosotros. El mismo se nos ha entregado con toda la absolutidad de su ser, con toda la libertad de su amor, con toda la dicha de su vida trinitaria. A este Dios que se ha prodigado de esta manera le llamamos Espíritu Santo. Es nuestro. Está en todo corazón que le invoca humildemente, confiadamente. Dios es nuestro Dios”[8]



[2] Jn 3, 8
[3] Gn 2; 7
[4] 33, 4
[5] Cfr 1 R 19,11-13
[7] Cfr Sal 17, 10-11
[8] Karl Rahner S.J. (1904-1984) fue un sacerdote de la Compañía de Jesús (jesuitas) y uno de los teólogos católicos más importantes del siglo XX. Su teología influyó al Concilio Vaticano II. Su obra Fundamentos de la fe cristiana (Grundkurs des Glaubens), escrita hacia el final de su vida, es su trabajo más desarrollado y sistemático, la mayor parte del cual fue publicado en forma de ensayos teológicos. Rahner había trabajó junto a Yves Congar, Henri de Lubac y Marie-Dominique Chenu, teólogos asociados a la denominada Nouvelle Théologie.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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