VI Domingo de Pascua (A)

Para comprender o, mejor dicho, para cuidadosamente a las palabras del Señor en el evangelio de éste domingo es necesario entender bien el término mandamientos. No se trata solamente de normas, leyes, prescripciones, prohibiciones. Es necesario superar una visión meramente legalista y jurídica y dar a la palabra mandamientos el sentido más amplio de enseñanzas. Se trata, en efecto, de la enseñanza de Jesús en su conjunto. No es una lista de rígidas disposiciones legalistas sino un mensaje. No es un código sino un evangelio. Y es precisamente este evangelio el que es acogido como palabra de Dios, y observado para convertirlo luego en conducta[1].

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama. Al que me ama, lo amará mi Padre. De estas frases justamente brota la figura del cristiano. No estamos obligados a llevar pesos y a someternos a un yugo opresor, sino que recibimos la invitación para unirnos a una comunión de vida en una lógica de amor. Cristiano es, sobre todo, alguien que sabe que es amado por Dios. Así, sin más. Él ama porque su naturaleza es amor, y basta. Este es el motivo en que se inspira Jesús cuando busca a los que están perdidos, frecuenta a los publicanos y pecadores; una conducta inexplicable e injustificada desde el punto de vista de la ley[2].

En la actitud del Señor –en toda su vida- podemos ver un amor que no se deja determinar por el valor de su objeto, sino solamente por la propia naturaleza divina. Un amor motivado es un amor humano. Un amor sin motivo es divino. Dios ama al pecador no a causa del pecado, sino a pesar del pecado. Poco a poco hemos de comprender que el amor de Dios no se mide por los límites del comportamiento: Él hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos[3].

Nos podemos engañar pensando que amamos a Dios, viviendo en lo abstracto, en la zona vaga del sentimiento, o también nos podemos contentar con las palabras, con un “te encomiendo”. Ciertamente no existe un instrumento capaz de medir la intensidad de nuestro amor a Dios, sin embargo la verificación más segura, y más comprometida se cumple mediante la caridad hacia el prójimo: aquí no existe incertidumbre. Este es el campo en que no sólo nosotros, sino también los demás, pueden controlar si amamos de verdad a Dios, de otra manera, nuestra vida estaría bajo la enseña de la mentira. Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso[4].

Jesús vive y está activo en los sacramentos: ¿Cómo los recibimos? ¿Somos conscientes, al administrarlos, que Jesús actúa en nuestras acciones? ¿Nos sentimos tocados por la gracia de Dios?

Jesús vive y habla en su palabra: ¿Cómo escuchamos el evangelio? ¿Cómo hubiéramos escuchado a Jesús en aquel tiempo...? ¿Leemos con asiduidad el evangelio? ¿Qué hacemos para que se trasluzca en nuestra vida y obras?

Jesús vive y está en la comunidad: ¿Somos comunidad? ¿Qué es lo que tenemos en común? ¿Nos sentimos unidos en la fe, en la esperanza y en el amor? ¿Estamos disponibles para trabajar por nuestra comunidad? ¿O tenemos tantas obligaciones que no nos queda tiempo para convivir y compartir con los hermanos de la parroquia?

Jesús vive y está en los pobres y en los enfermos: ¿Lo atendemos? ¿Nos olvidamos? ¿Lo esquivamos? Muchas preguntas, pues, para éste domingo en el que la Iglesia se comienza ya a preparar a la fiesta del Espíritu Santo ■


[1] A. Pronzato, El pan del Domingo, ciclo A, Edit. Sígueme, Salamanca 1986, p. 93 ss.
[2] Cfr Mt 9, 10-12.
[3] Id 5, 45.
[4] 1Jn 4, 19

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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