Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a que os llama, cuál la riqueza de la gloria y cuál la riqueza del poder con el que resucitó y sentó a su derecha a Cristo[1].
Este texto de San Pablo a los cristianos de Éfeso puede servirnos para nuestra oración éste domingo en el que la Iglesia celebra la Ascensión del Señor, y es que sólo con el deseo de que nos ilumine podremos acercarnos un poco al misterio que celebramos.
Nuestros ojos que ven tantas cosas, nuestro corazón, que tan fácilmente queda prendido de lo terreno e insustancial, y nuestras preocupaciones y desvelos por los afanes temporales y cotidianos, apenas si dejan un resquicio por donde entre un rayo de luz del cielo. A los que vivimos en la ciudad nos sucede que perdemos la noción de la naturaleza, metidos en el asfalto y en la altura de los grandes edificios, y nos olvidamos de gozar de la contemplación de la belleza serena de una luna llena y espléndida en una noche cubierta con un manto de brillantes estrellas, o del verde del campo.
Este domingo pedimos al Padre que ilumine con las luces poderosas de su Espíritu, nuestra mente adormecida, nuestra sensibilidad espiritual, para que quede maravillada ante el esplendor de Cristo resucitado que sube al cielo. Si Dios Padre nos concede esto que pedimos, saldremos de ésta celebración litúrgica llenos de alegría, con el espíritu renovado y con mayores ganas de trabajar y de testificar que Jesús es el Hijo de Dios que se quedó en cada sagrario del mundo; Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo[2].
Hoy por hoy los cristianos incluso llegamos a pensar que lo que no vemos y tocamos no existe, es la gran tragedia del materialismo y del empirismo, en el cual vivimos sumergidos. Sólo la fe, que nos representa la acción del misterio de la presencia del espíritu en nuestras vidas, en el mundo y en la historia, puede devolvernos la alegría, el estímulo para practicar la virtud, aunque no sea agradecida ni recompensada, y el coraje para enfrentarnos a todas las dificultades y pruebas, incluso la muerte.
El Señor no se ha ido porque estuviera desengañado de nuestra infidelidad, ni porque se hubiera cansado de nuestra torpeza, sino porque su tiempo terreno se había cumplido, y porque ahora ha comenzado nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia. San Lucas narra lo que los dos hombres, con vestidos blancos, han dicho a los apóstoles: ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?[3], como diciendo: "Manos a la obra, muchachos. Yo estoy con vosotros, pero vosotros habéis de estar conmigo. Trabajad y haced el trabajo bien hecho. Aunque, aunque no oigáis mi voz, estad seguros de que yo oigo la vuestra y os respondo sin palabras, y os doy la inspiración en el momento oportuno, la palabra suave y amable cuando os asalte la cólera, la paciencia para seguir atendiendo a ese enfermo, la fortaleza en el aciago momento de la tentación, el discernimiento, para decidiros por lo que vale, y la fortaleza para seguir cargando con vuestra cruz. Después estaréis contentos, gozaréis de la victoria sin acordaros del sudor de la lucha, y experimentaréis que, aún viviendo en la tierra, os participo ya los bienes del cielo. ¿Qué otra cosa, sino voy a hacer ahora, al partir el pan resucitado, que es mi cuerpo glorioso, y al daros a beber mi sangre derramada, que haceros partícipes de mi cielo, que yo os compré con mi muerte cruel, humillante y amarga y con la resurrección con que el Padre me ha glorificado, sentándome a Su derecha?”.
Éste domingo pues, solemnidad de la Asunción, repitamos con alegría y unamos nuestro corazón al del salmista: Dios asciende entre aclamaciones; pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo[4]. Pidamos a Dios que nos conceda el deseo vivo de estar junto a Cristo y para siempre ■
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