Viernes Santo

Las grandes lecturas de la liturgia de hoy giran en torno al misterio central de la cruz, un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente, sin embargo las tres lecturas tienen algo en común que nos ayudan a acercarnos al misterio: el milagro inagotable e inefable de la cruz se ha realizado por nosotros. El siervo de Dios de la primera lectura ha sido ultrajado  por nosotros, por su pueblo; el sumo sacerdote de la segunda lectura, a gritos y con lágrimas, se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse, por nosotros, en el autor de la salvación; y el rey de los judíos, tal y como lo describe la pasión según san Juan, ha «cumplido» por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, con la sangre y el agua que brotó de su costado traspasado, fundar su Iglesia para la salvación del mundo[1].

Que amigos de Dios intercedieran por sus hermanos los hombres, sobre todo por el pueblo elegido, era un tema frecuente en la historia de Israel: Abrahán intercedió por Sodoma[2]; Moisés hizo penitencia durante cuarenta días y cuarenta  noches por el pecado de Israel y suplicó a Dios que no abandonara a su pueblo[3]; profetas como Jeremías y Ezequiel tuvieron que soportar las pruebas más terribles por el pueblo. Pero ninguno de ellos llegó a sufrir tanto como el misterioso siervo de Dios de la primera  lectura: el hombre de dolores despreciado y evitado por todos, herido de Dios y  humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes,... que  entregó su vida como expiación. Pero este sacrificio produce su efecto: Sus cicatrices nos curaron. Se trata ciertamente de una visión anticipada del Crucificado, pues es imposible que este siervo sea el pueblo de Israel, que ni siquiera expía su propio pecado. No, es el siervo plenamente sometido a Dios, en el que Dios se ha complacido, sólo Dios, pues ¿quién sino El se preocupa de su destino? Durante siglos este siervo de Dios permaneció desconocido e ignorado por Israel, hasta que finalmente encontró un nombre en el Siervo Crucificado del Padre.

En la Antigua Alianza el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el Santuario y rociarlo con la sangre sacrificial de un animal. Pero ahora, en la segunda lectura, el sumo sacerdote por excelencia entra con su propia sangre[4], por tanto como sacerdote y como víctima a la vez, en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo ante el Padre; por nosotros ha sido sometido a la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios en la debilidad humana, a gritos y con lágrimas; y por nosotros el Hijo, sometido  eternamente al Padre, aprendió, sufriendo, a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose así en autor de salvación eterna» para todos nosotros. Tenía que hacer todo esto como Hijo de Dios para poder realizar eficazmente toda la profundidad de su servicio y sacrificio  obedientes.

En la pasión según san Juan Jesús se comporta como un auténtico rey en su sufrimiento: se deja arrestar voluntariamente; responde soberanamente a Anás que él ha hablado abiertamente al mundo; declara su realeza ante Pilatos, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio con su sangre de que Dios ha amado al  mundo hasta el extremo. Pilatos le presenta como un rey inocente ante el pueblo que grita  crucifícalo. ¿A vuestro rey voy a crucificar?, pregunta Pilatos, y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda poner sobre la cruz un letrero en el que estaba escrito: El rey de los judíos. Y esto en las tres lenguas del mundo, irrevocablemente. La cruz es el trono real desde el que Jesús atrae hacia él a todos los hombres, desde el que funda su  Iglesia, confiando su Madre al discípulo amado, que la introduce en la comunidad de los apóstoles, y culmina la fundación confiándole al morir su Espíritu Santo viviente, que infundirá en Pascua.

Los tres caminos conducen, desde sitios distintos, al refulgente misterio de la cruz[5]; ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede postrarse –como el sacerdote al comienzo de la ceremonia- en actitud de adoración ■



[1] H. U. von Balthasar, Luz de la Palabra, Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Ediciones Encuentro, Madrid 1994, pp. 55 ss.
[2] Cfr Gen 1, 18-16; 1, 18-33.
[3] Cfr Ex 32, 30.
[4] Hb 9,12
[5] Fulget crucis mysterium.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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