El Señor no amó el dolor por el dolor, sino que amó a los que sufren. No amó la pobreza, sino a los pobres. No amó la muerte, sino la vida. Y el Dios vivo, Dios y Padre de Jesucristo, no es un Dios que mortifique a los hombres sino el Dios que resucita a los muertos. La cruz es, pues, símbolo del amor, no la glorificación o divinización del dolor. Esto es importante. La cruz es el símbolo de un amor llevado hasta el extremo en un mundo que no perdona, un mundo con mucho odio.
Pocas acusaciones tan graves podrían hacerse al cristianismo como la de ser una religión del dolor y del sufrimiento, una religión masoquista. Los que aman el dolor por el dolor, no lo desean sólo para sí mismos, sino también para los demás. Sufren y hacen sufrir.
El relato de la pasión y muerte de Jesús que vamos a escuchar y a hacer vivo a través de la liturgia no es un espectáculo para convocar al público en general, y no podemos adoptar ante él una actitud de simples espectadores. Es la revelación del amor, del amor que Dios nos tiene a cada uno y, por tanto, una interpelación. Mejor: una conversación.
Contemplar la pasión de Jesús a distancia, admirarla, incluso, adoptar ante ella una actitud estética, es lo mismo que dejarle en la cruz y lavarse las manos como Pilato. Ni la admiración, ni el asombro, ni el aplauso de su conducta o de su doctrina, ni el sentimentalismo están aquí en su lugar: el único que está en su lugar es Jesús y los que le siguen, por amor, hasta la muerte.
No vamos a proclamar el domingo de Ramos y el Viernes Santo la pasión y muerte del Señor para que aumente el número de espectadores en nuestras asambleas litúrgicas sino para que nos hagamos sus discípulos y le sigamos con la cruz a cuestas, para que respondamos al amor de Dios amando a los hombres como a hijos de Dios. Guardemos silencio. Pensemos las cosas. Vayamos al Evangelio. Seamos honestos con Jesús ■
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