IX Domingo del Tiempo Ordinario (a)

Después de escuchar el texto del evangelio y de volver a él un par de veces quizá logremos entender que hay dos maneras de vivir: de apariencias o realidades, ó de palabras ó hechos. En otras palabras: el terreno de la pura fachada ó en el campo de la entrega y el compromiso.


El cine y la televisión nos suelen mostrar constantemente ejemplos de estas dos situaciones. Películas existen en las que el espectador menos listo puede distinguir que aquel edificio que se derrumba, aquellas murallas que contemplamos, son sólo maqueta, decoración de cartón-madera, fachada prefabricada. Por el contrario, reportajes hemos visto, en los que los edificios que se derrumban eran de verdad, el muro de Berlín que contemplábamos era el auténtico.


Justo de esto habla el Señor ésta domingo: Decir Señor, Señor, y no hacer la voluntad de Dios, es en realidad pura fachada, trampa-cartón, es edificar sobre arena. Por el contrario, decir Señor, Señor, y cumplir la voluntad del Padre celestial, es edificar sobre roca. Vendrán las lluvias y los vientos, y aquel edificio permanecerá[1].


Cada uno somos constructores de dos grandes edificios: uno el personal, el de la propia existencia. Otro, digamos, el colectivo, ése que llamamos Iglesia, cuya roca angular es Jesucristo.


Unos antes y otros después todos comprendemos –o deberíamos comprender- que la vida es un edificio que se va construyendo día a día con los materiales que Dios y la vida misma nos van dado. Hemos de levantar las paredes de la razón con lo que nos den –poco o mucho- papás, profesores, libros y la experiencia de vivir. Colocar las vigas de la voluntad mientras se trabaja en el carácter, exigiéndonos a nosotros mismos disciplina y dominando las pasiones. De poco vale la inteligencia sin voluntad. Necesitaremos naturalmente de muchas más cosas: la delicadeza y la ternura, la capacidad de admiración y la amabilidad, la solidaridad y el buen humor de los demás. Sin embargo debemos tener siempre presente que el edificio no está completo sin tres cosas más: la fe, la esperanza y el amor a la cabeza, como una veleta. Por eso advierte san Pablo con insistencia: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu habita en vosotros? Y, yendo más lejos, añade: quien mancilla su propio cuerpo, mancilla el templo de Dios[2].


Por otro lado en ése texto tan bonito y tan útil que es la Constitución Lumen Gentium están reunidas diversas imágenes para aproximarnos al misterio de la Iglesia, ésa otra construcción a la que estamos llamados todos los cristianos. «Llamamos a la Iglesia “edificación de Dios”. El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los edificadores, pero que fue puesta como piedra angular. Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios..., habitación de Dios..., tienda de Dios.... y, sobre todo, templo de Dios, ciudad santa, nueva Jerusalén»[3].


Esto es precisamente lo que no debemos olvidar: hemos de ser piedras vivas de ese edificio, no mera fachada levantada sobre arena, condenada a derrumbarse en cuanto soplen los vientos o vengan las lluvias; sino, realidades sólidas dispuestas a cumplir la voluntad de Dios, mientras proclamamos Señor, Señor. San Pablo nos lo dice mejor en su carta a los Efesios: La piedra angular es Cristo Jesús, sobre el cual se eleva, bien trabada, toda la edificación para templo santo en el Señor, en quien también vosotros sois edificados para morada de Dios en el Espíritu[4].


No bastan las súplicas ni los homenajes al Señor. Este es el sentido evidente del texto que se proclama hoy. La oración litúrgica no basta; pero tampoco bastan otras actividades que en sí mismas se orientan a Dios y que a primera vista parecerían inspiradas para su servicio, como profetizar, expulsar demonios, realizar milagros. El grito que surge de la fe, las súplicas no bastan: hay que cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos. Y quien no adopte esta actitud se verá tratado como un desconocido que ha cometido el mal. Esta afirmación de Jesús es importante; y es siempre de actualidad. Quien actúa según lo que aquí enseña Jesús, quien busca y trabaja por cumplir la voluntad del Padre edifica su casa sobre roca. Nada puede derruirla. Y por el contrario, quien no atiende esta Palabra edifica sobre arena y su casa se vendrá abajo con estrépito.


El ejemplo es simple y muy claro. Debe hacemos reflexionar. La mera fe, la devoción, incluso la confianza en el Señor, no bastan. Vayamos más lejos: las prácticas de piedad, las celebraciones litúrgicas, la frecuencia de sacramentos podrían crearnos ilusiones engañosas sobre la rectitud de nuestra vida cristiana. Hay otros signos que no pueden engañarnos y que nos proporcionan una claridad decisiva: ¿Cumplimos la voluntad del Padre? Podemos actuar en nombre de Jesús, incluso como ministros y representantes suyos; nada de esto tendrá valor en los últimos días si no hemos cumplido la voluntad del Padre.


Hay, en fin, dos maneras de pasarse la vida: Construyendo maquetas, fachadas, decoraciones de tabla-cartón, reposteros con aires de aristocracia rancia y apariencias. O, por el contrario, poniendo diariamente ladrillos de verdad sobre la roca. Y la Roca –todos lo sabemos es Jesucristo ■

[1] Cfr Mt 7, 21-27.
[2] Cfr 1 Cor 6 y ss.
[4] 2, 20-22.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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