II Domingo de Cuaresma (A)

Personalmente siempre me ha llamado la atención el que Carl Marx hablara del Cristianismo como el opio del pueblo[1]. Con independencia de quien dice algo y con qué finalidad lo dice, [pienso que] es prudente preguntarse si el que lo ha dicho tiene alguna razón para decirlo. En este caso y ante esa frase, ciertamente dura, también cabe la reflexión y la autocrítica.

Puede parecer algo obvio y hasta tonto –no lo es a la vista de los acontecimientos sucedidos a través de la historia- decir que el cristianismo es para los hombres, y que la salvación que Cristo vino a anunciar a la Tierra es la salvación del hombre de todo aquello que le convertía en un lobo para el hombre. En otras palabras: Cristo vino a salvar al hombre de eso que en la Escritura se llama la esclavitud del pecado y que no son precisamente malos pensamientos, sino la actitud por la que el hombre ignora, domina, destruye al otro sin darse cuenta que el otro es precisamente su hermano[2]. Y esto que parece sencillo y claro no siempre lo hemos entendido bien[3].

Muchas veces la salvación la pensamos para la otra vida y no nos damos cuenta que hasta llegar a ella hay un aquí y ahora en los que debemos esforzarnos.

Posiblemente por esa inclinación es por lo que haya podido hablarse del opio del pueblo.

La actitud de Pedro que narra el evangelio de hoy, actitud nacida de su espontaneidad, es una muestra de ese camino un tanto desencarnado que el cristianismo ha recorrido para adentrarse en un angelismo que levita sobre la realidad inmediata, esa en la que muchos a veces vivimos inmersos pero que es donde se les plantean los auténticos problemas a los que hay que dar respuesta desde la fe.

Extasiado ante la contemplación de un Jesús resplandeciente como el sol, se produce en Pedro una reacción digamos normal o humana: quedarse allí, alejado de todo y hacer tres tiendas para contemplar sin riesgo el espectáculo al que asistían. Es una reacción muy corriente, y en la que se compromete poco. Hay una frase que resume ésta actitud –y que me gustaría que no se interpretara mal-: rezo por ti ó te encomiendo. Lo terrible es que se la hemos dicho (y la seguimos diciendo) a la persona que está maltratada, a la que no tiene lo suficiente para vivir, a la que está pidiendo a gritos no sólo la oración, sino la acción.

Rezar para que el mundo sea mejor, para que las cosas se enderecen, para que sucedan según el plan de Dios, es algo espléndido, necesario y admirable, pero me temo que, en el plan de Dios, insuficiente porque Dios sabe perfectamente cómo se pueden enderezar las cosas y proyectar el mundo para que sea habitable por todos los hombres; Dios lo sabe y, según lo que creemos, podría hacerlo solo y de un plumazo; sin embargo, no lo hace. ¿Nos hemos parado a pensar por qué? Quizá la respuesta esté en ese levantaos que dice el Señor a los apóstoles después de la proposición de Pedro.

Levantaos y vámonos de la montaña al llano, allí donde los hombres viven, gozan y sufren; allí donde los hombres miran a Dios buscando la respuesta de sus propios interrogantes; allí donde están los problemas y las posibles soluciones de los mismos; allí donde el hombre se juega su credibilidad como cristiano, su buen hacer o su inhibición.

Levantarse y bajar del monte fueron dos exigencias del Señor a los suyos, dos exigencias que deben estar delante de nosotros para vencer una fortísima tentación que aparece rodeada de bondad: la de apartarse del mundo -¡tan despreciable!-, y rezar por él desde nuestro propio grupo -¡tan estupendo!- sin pisar la arena para hacer cuantos esfuerzos sean necesarios a favor de los hermanos, de una sociedad que se parezca cada día más a lo que quiso el Señor.

Sin embargo levantarse del éxtasis y bajar de la montaña a la vida tiene sus riesgos, unos riesgos que con frecuencia se critican duramente a aquellos que los asumen aduciendo que van más allá de lo que es prudente y deseable; unos riesgos, por otra parte, que exigen valentía y decisión, que comportan dejar la comodidad de la tienda, el buen ambiente en el que nos movemos, el status que hemos alcanzado, la seguridad con la que caminamos.

Levantarse y bajar de la montaña compromete mucho, compromete a despertarse y a despertar, a no tranquilizar la conciencia con un te encomiendo, querido amigo.

El Señor bajó de la montaña para subir a la cruz, no ignoró ningún problema de su tiempo, no pasó de largo por ninguna petición de los hombres, no dejó en el silencio ninguna actuación negativa de aquellos que podían eliminarlo: no vivió sin respuestas y no demoró estas respuestas. Y junto con Él aquellos que lo siguieron.

Lamentablemente, el paso del tiempo ha ido desdibujando las palabras de Cristo –levantaos y vamos abajo- y, en ocasiones, ha quedado como ideal el plantar una tienda en la altura para ver desde allí, sin intervenir, cómo el hombre no acaba de encontrarse a sí mismo ■



[1] Karl Heinrich Marx, conocido también en castellano como Carlos Marx (Tréveris, Alemania, 5 de mayo de 1818 – Londres, Reino Unido, 14 de marzo de 1883), fue un intelectual y militante comunista alemán de origen judío. En su vasta e influyente obra, incursionó en los campos de la filosofía, la historia, la sociología y la economía. Junto a Friedrich Engels, es el padre del socialismo científico, del comunismo moderno y del marxismo. Sus escritos más conocidos son el Manifiesto del Partido Comunista (en coautoría con Engels) y el libro El Capital. Fue miembro fundador de la Liga de los Comunistas (1847-1850) y de la Primera Internacional (1864-1872). La cita aparece en el escrito de Marx Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel1 (1943: Kritik des hegelschen Staatsrecchts) publicada en 1844 en el periódico Deutsch-Französischen Jahrbücher, que el propio Marx editaba junto con A. Ruge. Allí se lee:

La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo.
Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real. La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su condición es la exigencia de renunciar a una condición que necesita de ilusiones. La crítica a la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión.
..
Que nadie se asuste del uso que hago de la cita; hay que leerla -y entenderla- en su contexto. 
[2] Cfr Jn 8, 34.
[3] Cfr. A. M. CORTES, Revista DABAR 1990/18

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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