III Domingo del Tiempo Ordinario (a)

Definitivamente no nos gusta mucho hablar de conversión y el evangelio de hoy habla de ella. Casi instintivamente, pensamos en algo triste, penoso, muy unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que no nos sentimos ya con humor ni con fuerzas.

Pero, si nos detenemos ante el mensaje de Jesús en el evangelio de éste domingo escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere poner nueva vida en nuestra vida. La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado, es en realidad un cambio que va creciendo en nosotros en la medida en que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz[1].

Porque, convertirse no es, antes que nada, intentar hacer desde ahora todo «mejor», sino sabernos encontrar con ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. Un encuentro personal. No se trata sólo de «hacerse buena persona» sino de volver a aquél que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir sino sentirse más vivo que nunca. Descubrir hacia dónde debemos vivir. Comenzar a intuir todo lo que significa vivir.

Convertirse es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestro vivir cotidiano. Liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de dominio y posesión. Liberarnos de objetos que no necesitamos y vivir para personas que nos necesitan.

Uno comienza a convertirse, cuando descubre que lo importante no es preguntarse: «¿cómo puedo ganar más dinero?», sino «¿cómo puedo ser más humano?». No «¿cómo puedo llegar a conseguir algo?» sino «¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?». Cuando uno se va convirtiendo a ese Dios del que nos habla Jesús, sabe que no ha de temerse a sí mismo ni tener miedo de sus zonas más oscuras. Hay un Dios a quien nos podemos acercar tal como somos.

Si, al pasar los años, no nos hemos encontrado nunca con este Dios, podremos llegar a ser algo importante, pero habremos equivocado el sentido de nuestra vida.

Cuando hoy escuchemos la llamada de Jesús: Convertíos porque está cerca el Reino de Dios, pensemos que nunca es tarde para convertirse, porque nunca es tarde para amar, nunca es tarde para ser más feliz, nunca es demasiado tarde para dejarse perdonar y renovar por Dios ■


[1] Cfr. J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra, 1985, Pág. 67 s.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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