Santa María, madre de Dios

Para que una herida pueda curarse bien –todos lo sabemos- tiene que sanar de dentro hacia fuera. Así quiso Dios que, desde dentro, sanase en nosotros la herida vieja del pecado original: metiéndose dentro, llegando al fondo, haciéndose como uno de nosotros. Fue así como Él asumió lo nuestro y lo fue elevando, lo fue sanando. Y para ello necesitó una madre: para tomar de ella carne de nuestra carne. Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nos dice san Pablo, y se llamó Jesús. Dios se hizo Jesús en María. Una mujer del pueblo dirá –pasados los años- a Jesús: Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron. Maravillosa manera de engrandecer a María, partiendo de Jesús; maravillosa manera de alabarla. La Iglesia con su liturgia a los ocho días del nacimiento de su Señor se acuerda de María y voltea hacia ella con especial atención y le dedica esta fiesta. Hoy celebramos a Santa María como Madre de Dios, la Theotokos que cantarían los grandes padres de la Iglesia[1]. Así aparecen María y Jesús unidos, desde el principio, para salvar; como unidos los encontraron los pastores aquella noche, en Belén[2].
Propiamente hoy no es el día de Año Nuevo en la Iglesia; el año ya comenzó en la liturgia cuando empezamos, con el Adviento, la preparación de la Navidad, sin embargo los cristianos no podemos ni debemos sustraemos al ambiente que nos rodea. Hoy todo nos habla de un año que termina y de uno nuevo que comienza. ¿Qué hacer ante todo eso? ¿Cerrar los ojos? ¿Sumarse sin más?
Pues para este año que empieza hay una palabra, y un deseo –ambos presentes en toda en la liturgia- la paz: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti... y te conceda la paz.
La paz. Por eso la Iglesia dedica éste primer día del año a pedirla, para que sea el anhelo renovado de una humanidad que sigue destrozándose. Paz. Grito incontenible de pueblos que no quieren ser manipulados. Don de Dios, que sólo es capaz de acoger el corazón que ha renunciado voluntariamente a la violencia, a la venganza. La paz. Ésta es la oración, y la consigna, de la Iglesia para todos en este Año que comienza[3]


[1] El más antiguo de ellos es san Atanasio (295–373), obispo de Alejandría, que tuvo un papel relevante en el Concilio de Nicea I. Luego destacan los «grandes capadocios», título común de los hermanos Basilio de Cesarea (329–389) y Gregorio de Nisa (335–394), así como su amigo Gregorio de Nacianzo (†389), quienes escribieron abundantemente contra la herejía arriana. En la parte oriental del Imperio romano se desarrollan posteriormente dos escuelas teológicas muy importantes alrededor de los patriarcados de Antioquía —cuyo principal representante es san Juan Crisóstomo (344–407), patriarca de Constantinopla, célebre por sus homilías— y Alejandría —con san Cirilo (380–444), defensor de la maternidad divina de María en el Concilio de Éfeso—. El ciclo de los Padres orientales lo cierra san Juan Damasceno (675–749), agudo teólogo que, además de luchar contra el maniqueísmo y la superstición, anuncia casi cinco siglos antes la incorporación del Aristotelismo a la filosofía cristiana.
[2] J. Guillén García, Al hilo de la Palabra, Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B GRANADA 1993.Pág. 27 s.
[3] El «nosotros» de la Iglesia vive donde nació Jesús, en Tierra Santa, para invitar a sus habitantes a que abandonen toda lógica de violencia y venganza, y se comprometan con renovado vigor y generosidad en el camino hacia una convivencia pacífica. El «nosotros» de la Iglesia está presente en los demás países de Oriente Medio. ¿Cómo no pensar en la borrascosa situación en Irak y en el pequeño rebaño de cristianos que vive en aquella Región?. Sufre a veces violencias e injusticias, pero está siempre dispuesto a dar su propia contribución a la edificación de la convivencia civil, opuesta a la lógica del enfrentamiento y del rechazo de quien está al lado. El «nosotros» de la Iglesia está activo en Sri Lanka, en la Península coreana y en Filipinas, como también en otras tierras asiáticas, como fermento de reconciliación y de paz. En el continente africano, no cesa de elevar su voz a Dios para implorar el fin de todo abuso en la República Democrática del Congo; invita a los ciudadanos de Guinea y de Níger al respeto de los derechos de toda persona y al diálogo; pide a los de Madagascar que superen las divisiones internas y se acojan mutuamente; recuerda a todos que están llamados a la esperanza, a pesar de los dramas, las pruebas y las dificultades que los siguen afligiendo (Benedicto XVI, mensaje Urbi et Orbi del 2010; el texto completo se puede leer en

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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