XXXII Domingo del Tiempo Odinario (C)

El grito ¡quiero vivir! Es una aspiración común a todos los hombres. Es el grito que atraviesa la historia toda de la humanidad, es el grito de los que luchan desesperadamente con la muerte. Es la fuerza que impulsa ciegamente los esfuerzos del hombre hacia el desarrollo y el progreso. Fábricas y autopistas, planes de desarrollo y urbanizaciones, trabajos, estudios, inventos, leyes, etc. todo parece estar encaminado a desterrar el hambre, la enfermedad, la muerte, a hacer posible la vida. De vez en cuando los periódicos lo ponen en sus encabezados: "Será posible prolongar la vida", "Se ha retrasado la edad de mortalidad", "Parece inminente un remedio contra el cáncer", "Un nuevo sistema para prolongar la juventud", "Una nueva conquista en la cirugía"... Todo hace presumir que sí, que queremos vivir.

Y, sin embargo, nos hacemos la vida imposible. La explotación irracional de la naturaleza y la insaciable ambición de poseer está reduciendo de manera alarmante las reservas de la humanidad, convierte los bosques y playas en basureros, contamina el aire y las aguas, extingue las especies de animales indispensables para la vida. La desatención a la tierra y a los pueblos, empuja a los hombres a la ciudad y los lleva a vivir en condiciones infrahumanas. En menos palabras: hace de las ciudades el único lugar donde no es posible la vida: humos, ruidos, tráfico, delincuencia, drogas, vértigo.

Queremos vivir y, sin embargo, hacemos imposible la vida. El que hace imposible la vida no cree en la vida eterna, pues la vida eterna no puede ser entendida como la negación de esta vida, sino como su plenitud.

Tampoco cree en la vida eterna el que no se esfuerza en la superación de las dificultades que encuentra en su paso por éste mundo y se resigna pensando en el cielo. Atención: el cielo no es el premio de nuestros sufrimientos y la liberación de nuestras depresiones, sino el fruto de nuestro esfuerzo, pero sobre todo la manifestación de la gracia de Dios.

Durante muchos años ciertas espiritualidades machaconamente han insistido .-quizá demasiado- en el tema del sufrimiento y el dolor como si fueran los únicos tópicos importantes en la vida espiritual, y lo cierto es que no venimos a ésta vida únicamente para padecer. Es cierto que el sufrimiento es una parte importante –integral- de la vida del hombre, pero es cierto también que nuestra fe no es una fe en un Dios sádico que se complazca en el sufrimiento o en el dolor y quiera someter a prueba el límite de nuestra paciencia. Católicos como somos creemos en un Dios vivo que actúa en la historia sacando adelante nuestra esperanza. Creemos en un Dios que nos llama y nos hace así responsables de una gran tarea, poniendo en nuestras manos nuestro mejor futuro. La paciencia cristiana es una virtud activa, no es el simple aguardar, sino un salir al encuentro. Es hija de la esperanza, y la esperanza se acredita en sus primeros pasos hacia el Reino de Dios, un reino de justicia y de paz para todos los hombres.

En éste domingo ya tan cercano al final del ciclo litúrgico es bueno que nos detengamos un momento a pensar que sólo aquella fe en la vida eterna que se realiza en la continua transformación del mundo hace efectivamente creíble la esperanza cristiana.

Por eso, sólo cree de verdad en la vida eterna y sólo hace posible esta fe a todos los hombres aquel que se compromete en hacer posible la vida para todos los hombres, el que se preocupa verdaderamente de los suyos. Decir “te encomiendo” pero no interesarme en saber si ya comiste, no sirve de nada. Quizá sólo sirva para tranquilizar mi (pobre) conciencia. Para enseñar el catecismo a los niños –hermosa tarea a la que la Iglesia dedica mucho tiempo y esfuerzo desde hace cientos de años- primero hay que limpiarles los mocos y darles algo para llevarse a la boca. Luego vendrá el momento de explicar el misterio de la Santísima Trinidad. Y si la expresión "limpiarles los mocos" parece inadecuada... Hay unas mucho más duras. Y reales. 

Una vez más: sólo cree de verdad en la vida eterna y sólo hace posible esta fe a todos los hombres aquel que se compromete en hacer posible la vida para todos los hombres, el que se preocupa verdaderamente de los suyos. Y ejemplos de esto, afortunadamente, ésta Iglesia-Madre nuestra tiene muchos. Miles. Millones, podríamos decir ■

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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