V Domingo de Pascua (c)

Este domingo el Apocalipsis habla de una tierra nueva en la que no hay lágrimas, muerte, llanto, luto ni dolor. Y como preparación, como training para llegar enteros esa tierra nueva se nos dio, precisamente, un mandamiento nuevo, el del amor. Donde no hay amor, es el odio el que impera y con él vienen la muerte, el llanto y el luto. ¿Qué hay de novedad en que los hombres se amen? La novedad está en que amemos como El amó en el sentido de que nos convirtamos en hombres y mujeres abiertos a los demás.
Y para esto hay que enfocar la vida desde un punto de vista totalmente distinto de cómo lo enfocamos ahora. Ahora todo lo miramos a través del YO propio y personal –valga la redundancia. Es nuestro YO el que va ante todo. Y cuando el mundo entero está lleno de YOS resulta que el mundo se vuelve pequeño, no cabemos todos, nos estorbamos, nos repelemos, y terminamos por odiarnos. Cuando del YO se pasa al tú y yo, un tú y yo armónico –que quiere decir que condescendientemente unas veces es el mayor y menor el yo y al revés- entonces se puede llegar a vivir aquello de amarás al prójimo como a ti mismo[1]. Cuando se rompe la armonía entre ese y ese yo y los dos se afirman categóricamente a sí mismos, con gran facilidad se pasa a convertirse en dos YOS inflados, y volvemos a estorbarnos.
La novedad del mandato de Jesús es que cada uno tenemos que hacernos prójimo de los demás, haciéndonos cercanos sinceramente. Y con sinceramente quiero decir no instrumentalizar jamás ni la fraternidad ni la salvación, prometiendo ésta a costa de aquella.
El Señor en el evangelio no promete la felicidad: Jesús habla de ser justos: el hombre justo para Jesús es el que practica la misericordia, el que hace cosas que no son deberes morales ni legales, que no son obligatorias, el que se abre a los demás. El hombre justo va más allá. Porque la misericordia es consecuencia de la gracia, es gratuita también; nadie me obliga a enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar las injurias, consolar al triste, tolerar los defectos del prójimo, rezar por los vivos y difuntos, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar al enfermo, asistir al preso, dar posada al peregrino y sepultar a los muertos. Eso no es una obligación moral, no está entre los mandamientos, sin embargo, es lo que Jesús valora en la persona y aquello por los que las considera no sólo buenas, sino destinatarios de la gracia final.
Así es –curiosamente- como transmite san Mateo el relato del juicio final de las naciones, el de los gentiles, el de los que no tienen ni idea de qué es eso de ser cristiano, de los que nunca han oído nada de Abraham, ni de la Ley, ni de Jesús, ni de la gracia[2]. Y así es como se presenta Jesús ante cualquier hombre que viva en gracia, sea o no cristiano.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, una familia es un derroche de obras de misericordia, o será otra cosa, o no será – donde algunos hacen más obras de misericordias que otros -, y la amistad es otro exceso de obras de misericordia, o será otra cosa, o no será. Y la vida misma se puede vivir así, o será otra cosa…o no será.
Puede parecer incluso que el otro no tiene nada que ver conmigo, pero con un esfuerzo de aceptación somos nosotros los que nos tenemos que hacer prójimos de ellos, que significa ser cercanos, tener que ver con ellos.
En menos palabras: el cristianismo implica que nos convirtamos en tus; que vivamos con el otro, que nos veamos en el otro; que, en resumidas cuenta, desaparezca nuestro yo, y que seamos hombres para los demás.  Qué maravilloso cuando nos encontramos con alguien que no camina por caminos de egoísmo que no piensa en su yo y que vive para los demás para esos millones de tús. Cuando seamos así entonces daremos al mundo que nos rodea el verdadero testimonio de que somos discípulos de Jesús.

Este mediodía vamos a pedirle a nuestro Señor en la Eucaristía –que no tendría sentido sino fuera símbolo del total amor desinteresado de Cristo a nosotros- que nos haga abrirnos a los demás, a ser auténticamente cristianos, a que nuestro cariño encuentre su fundamento y su razón de ser en la persona de Jesucristo ■


[1] Cfr Mc 12, 29-31.
[2] Cfr Mt 25,31-46

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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