Como a su madre acuden los hijos sin temor,
venimos, Madre, a verte, a darte nuestro amor.
Siguiendo tu camino hallamos a Jesús.
Entre nosotros, Madre, todo lo hiciste tú.

Madre, tus hijos vienen cantando alegres una canción,
buscando en tu sonrisa, en tu regazo, su protección.
Ponen entre tus manos cual rosa ardiente su corazón.
Te dicen que te aman, que siempre, siempre, tus hijos son.

Lleno de confianza acudo Madre a ti,
pues sé que en mis peligros velando estás por mí.
Cual hijo que te ama procuraré vivir,
y en tu regazo, Madre, quisiera yo morir.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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