La pregunta del Señor que acabamos de escuchar en el evangelio -¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?[1]- siguen siendo muy actual y nos la sigue dirigiendo a cada uno: a los que ya hemos seguido un camino concreto –el matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada- y también a aquellos que andan pensando seriamente en entregarle su vida a Dios: -¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Aún no tienes fe?
Es verdad que éste no es el Domingo del Buen Pastor[2] [es decir] el domingo en el que tradicionalmente hablamos sobre la vocación, sin embargo siempre es buen momento para reflexionar [brevemente] sobre la importancia que es seguir el llamado de Dios, sobre todo porque es ahí donde está el origen de la propia felicidad. Y también porque el Santo Padre acaba de inaugurar el viernes, fiesta del Sagrado Corazón, un año santo sacerdotal: 365 días dedicados a orar especialmente por la santificación de nosotros, los sacerdotes.
¡Ah! Entonces ¿Dios habla? ¿Dios llama? ¿Aún en medio de ésta sociedad que parece no querer contar con Dios? Sí. Aún con todos los escándalos, ¿Vale la pena entregarse a Dios? ¡Por supuesto que sí! ¡Claro que merece la pena!
Un autor italiano tan interesante como controversial[3], escribía hace no mucho tiempo: «Los sacerdotes se asoman diariamente al horror del alma humana carcomida por la culpa. Ellos saben mejor que nadie hasta dónde puede llegar la perversidad del hombre, y han de vivir, como Jesucristo, con ese peso encima».
[Personalmente pienso que éste autor] Se equivoca. Los sacerdotes más bien asistimos cada día al hermosísimo espectáculo de la gracia de Dios, que perdona, que cura las heridas, que elimina las huellas del pecado y devuelve la inocencia y la alegría.
Los sacerdotes somos unos privilegiados NO por ver todos los días la miseria y la depravación, sino por ser testigos de milagros mucho más grandes que la resurrección de los muertos: la conversión, el ver a la gente caminar el camino de regreso a la casa del Padre…
¿Qué hacemos los sacerdotes además de estar en las parroquias? Los sacerdotes nos dedicamos a querer a la gente [y pido perdón por el impudor]; queremos a cientos de personas: a hombres y a mujeres, a niños y a ancianos. Después de estar con el Señor –que es nuestra principal obligación- nos dedicamos a estar y a convivir con la gente de nuestra parroquia[4] y nos entregamos a los demás lo mejor que podemos.
La primera consecuencia es que uno llega a pensar que tiene centenares, quizá miles de amigos. No es verdad. Los que se acercan al sacerdote agradecen ese cariño y corresponden con un afecto sincero y profundo, pero no buscan en nosotros a un amigo convencional. Necesitan al Amigo, con mayúscula, y nosotros debemos ponerlos delante de Él. Esa es una de nuestras grandes obligaciones: hacer que la gente se enamore del Señor, no de nosotros mismos.
Y así, los sacerdotes comprendemos que las personas se van, incluso es bueno que se vayan, aunque duela, porque las almas son de Dios, y deben seguir su camino. De vez en cuando nos llaman, sí, para algún bautizo, para una boda, para un funeral, y nos aseguran que somos parte de la familia y el mejor de los amigos y bla, bla, bla, pero luego vuelven a irse entre promesas de amor eterno. Y ésta muy bien. Así es la vida de nosotros. Es grande esta vocación. Nadie recibe en la tierra tanto afecto y tanto cariño como los sacerdotes. Y como el corazón tiene siempre más capacidad que la memoria, uno llega a olvidar –aunque no siempre- hasta los rostros de las personas a las que más quiere porque lo que importa es Él, el Señor. De Él es nuestra vida.
Su Santidad el Papa nos invita a que éste sea «un año de oración de los Sacerdotes, con los Sacerdotes y por los Sacerdotes»; vamos a unirnos a ésta su intención, y a pedirle a la Santísima Virgen, Madre de los sacerdotes, que nos lleve siempre hacia Su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote ■
[1] Cfr Mc 4, 35-41.
[2] Tradicionalmente el 3er domingo del tiempo de Pascua.
[3] Giovanni Papini (1881-1956). Fue un controvertido escritor italiano. Inicialmente era escéptico, posteriormente pasó a ser un fervoroso católico.
[4] Don José María Casciaro, quien fuera profesor ordinario de Sagrada Escritura en Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, solía decirnos a sus alumnos: “Marcos Pi, acuérdense de Marcos Pí”, haciendo referencia al pasaje del Evangelio de San Marcos (3, 14) que dice «y los eligió para que estuvieran con él».
Es verdad que éste no es el Domingo del Buen Pastor[2] [es decir] el domingo en el que tradicionalmente hablamos sobre la vocación, sin embargo siempre es buen momento para reflexionar [brevemente] sobre la importancia que es seguir el llamado de Dios, sobre todo porque es ahí donde está el origen de la propia felicidad. Y también porque el Santo Padre acaba de inaugurar el viernes, fiesta del Sagrado Corazón, un año santo sacerdotal: 365 días dedicados a orar especialmente por la santificación de nosotros, los sacerdotes.
¡Ah! Entonces ¿Dios habla? ¿Dios llama? ¿Aún en medio de ésta sociedad que parece no querer contar con Dios? Sí. Aún con todos los escándalos, ¿Vale la pena entregarse a Dios? ¡Por supuesto que sí! ¡Claro que merece la pena!
Un autor italiano tan interesante como controversial[3], escribía hace no mucho tiempo: «Los sacerdotes se asoman diariamente al horror del alma humana carcomida por la culpa. Ellos saben mejor que nadie hasta dónde puede llegar la perversidad del hombre, y han de vivir, como Jesucristo, con ese peso encima».
[Personalmente pienso que éste autor] Se equivoca. Los sacerdotes más bien asistimos cada día al hermosísimo espectáculo de la gracia de Dios, que perdona, que cura las heridas, que elimina las huellas del pecado y devuelve la inocencia y la alegría.
Los sacerdotes somos unos privilegiados NO por ver todos los días la miseria y la depravación, sino por ser testigos de milagros mucho más grandes que la resurrección de los muertos: la conversión, el ver a la gente caminar el camino de regreso a la casa del Padre…
¿Qué hacemos los sacerdotes además de estar en las parroquias? Los sacerdotes nos dedicamos a querer a la gente [y pido perdón por el impudor]; queremos a cientos de personas: a hombres y a mujeres, a niños y a ancianos. Después de estar con el Señor –que es nuestra principal obligación- nos dedicamos a estar y a convivir con la gente de nuestra parroquia[4] y nos entregamos a los demás lo mejor que podemos.
La primera consecuencia es que uno llega a pensar que tiene centenares, quizá miles de amigos. No es verdad. Los que se acercan al sacerdote agradecen ese cariño y corresponden con un afecto sincero y profundo, pero no buscan en nosotros a un amigo convencional. Necesitan al Amigo, con mayúscula, y nosotros debemos ponerlos delante de Él. Esa es una de nuestras grandes obligaciones: hacer que la gente se enamore del Señor, no de nosotros mismos.
Y así, los sacerdotes comprendemos que las personas se van, incluso es bueno que se vayan, aunque duela, porque las almas son de Dios, y deben seguir su camino. De vez en cuando nos llaman, sí, para algún bautizo, para una boda, para un funeral, y nos aseguran que somos parte de la familia y el mejor de los amigos y bla, bla, bla, pero luego vuelven a irse entre promesas de amor eterno. Y ésta muy bien. Así es la vida de nosotros. Es grande esta vocación. Nadie recibe en la tierra tanto afecto y tanto cariño como los sacerdotes. Y como el corazón tiene siempre más capacidad que la memoria, uno llega a olvidar –aunque no siempre- hasta los rostros de las personas a las que más quiere porque lo que importa es Él, el Señor. De Él es nuestra vida.
Su Santidad el Papa nos invita a que éste sea «un año de oración de los Sacerdotes, con los Sacerdotes y por los Sacerdotes»; vamos a unirnos a ésta su intención, y a pedirle a la Santísima Virgen, Madre de los sacerdotes, que nos lleve siempre hacia Su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote ■
[1] Cfr Mc 4, 35-41.
[2] Tradicionalmente el 3er domingo del tiempo de Pascua.
[3] Giovanni Papini (1881-1956). Fue un controvertido escritor italiano. Inicialmente era escéptico, posteriormente pasó a ser un fervoroso católico.
[4] Don José María Casciaro, quien fuera profesor ordinario de Sagrada Escritura en Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, solía decirnos a sus alumnos: “Marcos Pi, acuérdense de Marcos Pí”, haciendo referencia al pasaje del Evangelio de San Marcos (3, 14) que dice «y los eligió para que estuvieran con él».
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