Nuestra Señora de Guadalupe

Hay unas palabras, tomadas del Nican Mopohua [1]que no son tan conocidas, pero que resultan profundamente entrañables: «Le daré a las gentes todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación porque yo soy en verdad vuestra Madre compasiva».[2]

Ésta es la tarea primordial de la Santísima Virgen en la economía de la salvación: dar a conocer a Dios y llevarnos a Él, y para ello se valdrá de un método original; su suave figura plasmada en la tilma de Juan Diego, su presencia fascinante, su dulce voz, sus ojos llenos de ternura.

María es un reflejo de Dios, conocerla a Ella es introducirnos casi insensiblemente en el conocimiento del verdadero Dios.

Hay que decirlo claramente: el Evangelio del Tepeyac es todo un cántico a la maternidad espiritual de María entonado por Ella misma. Las asombrosas palabras que brotaron de sus labios lo proclaman con elocuencia: «Juan, Juanito, Juan Dieguito, hijo mío el más pequeño de mis hijos» qué delicada solicitud y que ternura tan exquisita la de esta Madre incomparable. Y no se diga si recordamos la conmovedora escena de la cuarta aparición: «Escucha, ponlo en tu corazón» decía María y ahora nos lo está diciendo a nosotros desde esta conversación que estamos teniendo con María: «Que no se perturbe tu rostro y tu corazón ¿qué no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Qué más deseas?».

Estamos viviendo momentos difíciles en donde están en juego los valores morales y espirituales que han forjado, sostenido y enriquecido a nuestro México. Para nadie es una novedad que la fe se debilita en muchos cristianos influenciados por ideologías adversas y contrarias al espíritu del Evangelio.

Hemos de estar alerta, y preguntarnos cada uno: “Yo, ¿qué estoy haciendo para cuidar la fe que recibí y transmitirla a los que vienen después?”. No basta con recibir y descuidarnos.

Hoy, en medio de la celebración de la Eucaristía, hemos de dejar a los pies de nuestra Señora nuestras necesidades, problemas y preocupaciones; los sueños y proyectos e ilusiones que tenemos en nuestra vida, en la Iglesia, en nuestra parroquia, convencidos de que seremos escuchados.

Unámonos todos a los millones y millones de labios que a través de los siglos y ahora mismo pronuncian este nombre –Maria de Guadalupe- con alegría y con esperanza en el dolor, en las incomprensiones, en el silencio del alma, en los sufrimientos de la vida y en las angustias de la muerte.
El amor por la Virgen – amor filial y sincero- debe trascender y abarcar toda nuestra vida, y junto al amor por Jesucristo constituir nuestra mayor riqueza, nuestro único tesoro.

María ha sido para su pueblo, ahora para cada uno de nosotros, luz para los que andamos en tinieblas, consuelo para los abatidos, estrella que brilla en el cielo de la Iglesia, imagen de Dios, guía que conduce nuestros pasos, inspiración de virtud, de pureza y de humildad, de docilidad a la voluntad de Dios, de fe luminosa y radiante, y en fin, de lo más nobles y sentimientos del corazón humano.

Que nuestro Señor, que dentro de unos momentos bajará a las especies eucarísticas, y la Virgen María de Guadalupe bendigan nuestras familias y nuestras vocaciones, y nos permita a todos encontrarnos un día reunidos con Ella para siempre en la patria del cielo ■

[1] El Nican Mopohua (“aquí se narra”, en idioma náhuatl) es el título de la narración en la que se cuentan las apariciones de la Virgen de Guadalupe. El elegante y complejo texto no está escrito en un náhuatl original sino en el lenguaje reformado en los conventos jesuitas. Fue impreso en 1649 por el bachiller criollo Luis Lasso de la Vega (1605-1660), capellán del santuario de Guadalupe. Él se lo atribuye al doctor don Antonio Valeriano de Azcapotzalco (c. 1520 – c. 1605), que habría sido un indígena noble del siglo anterior (pariente de Moctezuma Xocoyotzin, noveno rey azteca) que habría estudiado en el Colegio de Santa Cruz de Santiago Tlatelolco y por lo tanto habría sido uno de los alumnos nahuas de fray Bernardino de Sahagún (1499-1590). Según Lasso de la Vega, el indígena Antonio Valeriano había oído la historia directamente de labios del indígena Juan Diego (quien —según el mismo Lasso— habría fallecido en 1548). Basándose en la fecha del Primer Concilio Provincial Mexicano —que se celebró en la ciudad de México entre junio y noviembre de 1555, el historiador Edmundo O’Gorman (1906-1995) opinaba que Antonio Valeriano había escrito el Nican mopohua en 1556. El título del libro se deriva de las dos primeras palabras del texto, impresas en gruesos caracteres en su primera publicación. Forma parte de un texto más extenso, el Huei tlamahuizoltica (“muy maravillosamente”, que son las dos palabras iniciales del texto). Este Huei tlamahuizoltica incluye —además del Nican mopohua— textos introductorios, oraciones y el Nican motecpana (“Aquí se pone en orden”) que es la lista de algunos milagros atribuidos a la Virgen en los años que siguieron a su primera aparición. El sacerdote católico Luis Becerra Tanco (s. XVII) cuenta que en una fiesta del 12 de diciembre de 1666 —sólo diecisiete años después de la publicación del texto náhuatl— oyó a unos indígenas que durante la danza cantaban en náhuatl cómo la Virgen María se le había aparecido al indígena Juan Diego, cómo había curado al tío de éste y cómo se había aparecido en la tilma ante el obispo.
[2] Versión estenográfica de la Homilía pronunciada por Mons. Rafael Muñoz Núñez, Administrador de la Diócesis de Aguascalientes, en ocasión de la peregrinación de la diócesis a la Basílica de Guadalupe el 18 de Noviembre de 2007.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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