XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

El evangelio de éste penúltimo domingo del Tiempo Ordinario presenta la parábola de los talentos[1], clara invitación –aun cuando el Señor hable de manera figurada- al aprovechamiento del tiempo y de los dones recibidos; a poner todo en juego para alcanzar la salvación[2].

Es verdad que el ambiente y las circunstancias influyen tremendamente en la vida de los hombres, pero en definitiva es la propia libertad la que toma las grandes decisiones.

La historia está llena de grandes genios surgidos en circunstancias muy difíciles y adversas: Beethoven fue un genio a pesar de tener un padre alcohólico; san Francisco de Asís descubrió la pobreza en un ambiente en donde todo era lujo y sensualidad; santa Teresa de Jesús no perdió ni un gramo de alegría a pesar de las calumnias y mentiras que se organizaron en torno a sus fundaciones.

Hay en todo ser humano una cierta tendencia a escudarnos en el ambiente para justificar nuestra mediocridad, o por el contrario, podemos, incluso, llegar a pensar que Dios ha puesto exclusivamente en nuestros hombros la redención del mundo, y no es así.

En realidad Dios únicamente nos pide que hagamos lo que esté en nuestras manos. El conjunto de la obra de la redención es sólo de Él, sin embargo desea ¡Oh misterio admirable! que echemos una mano como buenamente vayamos pudiendo.

¿Qué hacer cuando las cosas van mal, cuando el ambiente se torna difícil, cuando hay que dar testimonio en circunstancias adversas? Existen cuatro posturas. Tres muy tontas: gritar, llorar y desanimarse; y sólo una valiosa y útil: hacer.

Esta última –hacer, trabajar, gastarse- es la única respuesta digna del cristiano ante el mal en el mundo. Debemos hacer lo que está en nuestras manos. Ciertamente sólo podremos remediar tres o cuatro milésimas del mal en el mundo, pero eso es valioso y útil y fecundo. Y sirve ¡vaya que sirve! para la obra de la redención.

Hablemos con sinceridad: hoy por hoy el mundo no esta mejor cuando nuestro Señor se hizo hombre y llevó a cabo la obra de la Redención. Y no se desanimó por ello. A la hora de la cruz le habían seguido hasta ahí tres o cuatro valientes, y no por ello renunció a subir a ella[3].

Los grandes hombres –los grandes santos y santas que traspasan la historia de la Iglesia- no se detuvieron nunca ante la idea de que el mundo seguiría semi-podrido o semi-dormido a pesar de su trabajo. No se desanimaron. No se sentaron a lamentarse y a llorar.

Jesucristo llora ante la tumba de Lázaro, sí, pero en seguida manos a la obra, y lo resucita[4]. María Magdalena lava con sus lágrimas los pies de Jesús, sí, pero luego lo acompaña hasta el Calvario.

El esfuerzo que podamos hacer cada uno –a veces pequeño, a veces invisible a los ojos de los hombres- es siempre útil para la obra de la Redención, ese esfuerzo personal es –en palabras de nuestro Señor- la sal que sigue dando sabor a éste mundo[5]

[1] Mt 25, 14-30.
[2] Homilía preparada para el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario 16.XI.2008).
[3] Cfr. Mc 15, 40; Jn 19, 25.
[4] Jn 11, 1-44.
[5] Cfr Mt 5, 13ss.
Ilustración: Giotto di Bondone, San FRancisco de Asis regalando su manto a un mendigo (1297-99) Fresco, 270 x 230 cm, Assisi (Italia)

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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