Texto Prestado

Aunque me repito en la idea, que ni es mía, ni es nueva, insisto en el convencimiento de que la Iglesia, si quiere regresar a sus orígenes, debe de volverse pequeña , tendrá que empezar de nuevo. Tiene que sudar las grasas que le sobran y ganar músculo, juventud, fuerza. Debe desprenderse de el peso de lo “popular”, cueste el precio que cueste, y volver a ser una pequeña comunidad de creyentes que haga descubrir a las masas la novedad de su mensaje.

La gente, que vivirá en un mundo totalmente planificado, estructurado, con faltas de libertades, en una cultura de muerte y consumo, y con una colosal anemia espiritual, comprobará que está sola ante el misterio hasta lo indecible. Entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo nuevo, atractivo, puro, como la respuesta a esas preguntas que se habían hecho tantas veces en silencio.

Y no es que la Iglesia se deba hacer pequeña si quiere sobrevivir, es que ya se está haciendo pequeña por la cantidad de defecciones que hay en ella. Y eso no es malo. Al contrario: ¡es buenísimo!. Hay que enfrentarse a eso: las estadísticas lo gritan. Cada vez menos gente es católica en Europa. Pero aún habría que adelgazar más: ¡más ejercicio y más dieta!

La Iglesia popular puede ser atractiva como celofán, como un subidón, pero no es necesaria. Muchas de las peregrinaciones marianas no son necesarias, ni tantas manifestaciones de religiosidad, algunas emocionantes como las diversas manifestaciones de vivir la Semana Santa. O esas otras donde se confunden Fe e ideología…Es más: sobran. Hemos llegado demasiado lejos y hay mucho cuento, boato y tontería en bastantes de ella[1].

Alguna vez lo escribí aquí. Hay que regresar a la Iglesia de los tres primeros siglos, esa que era una comunidad pequeña, pero no sectaria. No eran personas con una ideología política, ni económica. No era nada. Vivían un mensaje muy sencillo, pero muy en serio: el Amor. No estaban aislados, se sentía responsable de los pobres -¡ay, ¿cómo vivirían esta crisis?!-, de los enfermos, de todos. En esas gentes encontraban sitio todos los que buscaban a Dios, o sentían una promesa en su interior.

Y no es un cuento chino: sobran textos apoyando lo escrito. Gente con nombres y apellidos. Eran gente muy abierta, sin miedo. Les daba lo mismo César que Atila, Herodes que Zeus.

Tenían una red inmensa de posibles candidatos a ingresar en la nueva Fe que se llamaban Catecúmenos. Personas que no se sentían capaces de una identificación total podían sumarse a la Iglesia para comprobar si podían dar el paso y entrar en ella.

La Iglesia tenía conciencia de sí misma de no ser un club cerrado, sectario. Eso es algo inseparable de Ella. ¿Somos un club abierto ahora?. No lo tengo tan claro. Por eso, al verse reducida en número, la Iglesia deberá encontrar otras formas de coordinar, de sumar, de estar allí…como el “tipo que pasaba por allí".

Si volviésemos al Catecumenado, uno se pondría en la cola ya. Volver a empezar de la mano de gente que sabes se los va a comer un león, o les van a asar, o les van a sacar los ojos por unas ideas que están muy lejos de las que ahora se predican…auténticas vidas ejemplares.

Por esa razón, me hace gracia aquellos que critican, o miran por encima del hombro a los que no van a la Iglesia durante el año, pero sí acuden en Nochebuena, o en celebraciones especiales, porque son, todavía, formas de sumarse a la Fe. Si hubiese Catecumenado, ellos serían seguros candidatos.
La Religión no está para practicarla uno solo: nadie nace solo, ni se da la bienvenida solo, ni se casa solo, ni se despide al terminar su vida solo. Esos son los momentos más importantes de nuestras vidas, los momentos en los que se experimentan la dependencia y el amor. Y son los momentos en los que se pueden generar los modos elementales de la vida religiosa.

La Iglesia se encuentra, por su culpa, metida en un berenjenal importante de allí que, tarde o temprano, necesite volver a sus orígenes. Hoy, por ejemplo, no puede abolir ciertos pecados y decir que está bien lo que está mal, pero puede modificar la geografía de ciertos pecados que llama “públicos”. Esos que hace que miles de católicos estén excluidos en la comunidad de la Fe, del culto y de los sacramentos.

Me refiero a los divorciados: cientos de miles de católicos, algunos con segundos matrimonios estables y fidelísimos, que están excluidos de los sacramentos, de la comunidad, porque el divorcio no se considera sólo un pecado, sino una herejía y un estado. Como si uno se situara públicamente al margen de la ley. Basta conocer a unos cuántos para saber que algunos sufren por esta situación de no poder acercarse a la Comunión, ni a la Confesión.

A muchos la nulidad les supone un fastidio y una hipocresía[2].

Volver al principio. ¿Qué pintan miles de clérigos burócratas en los obispados, en las conferencias episcopales, en el Vaticano, en un mundo donde la Iglesia ha perdido protagonismo en la lucha por la interpretación pública de la realidad?. Cada vez más esas interpretaciones dependen de instituciones civiles, de expertos en cuestiones artísticas, económicas, científicas…¡pues que los curas se dediquen a lo que se deben dedicar y echen mano de la gente que sabe en labores burocráticas!.

El espíritu Santo, me temo, no se enfadará si a esos burócratas se les pone a andar por la calle…de hecho, ni la Secretaría de Estado del Vaticano, ni las Conferencias Episcopales, ni la administración de los obispados son de derecho divino…¡Un lío! ¡A volver a empezar! ■ Suso ¡campeón! Gracias por prestarme tu texto para mi blog.

[1] ¿Qué pinta el cardenal de Nueva York con Obama y Mac Cain en una cena que es un acto electoral de partidos políticos?
[2] El divorcio, en cuanto pecado público se tendría que reprivatizar y pasar a ser “pecador de costumbre”, integrado en la comunidad y en ningún caso excluido de los sacramentos. Bastaría, como en los Catecúmenos de entonces, que en determinados supuestos puedan ser admitidos en la Eucaristía- por ejemplo recibiendo el sacramento en parroquias donde se desconoce su situación matrimonial. En fin, asimilarlos a pecadores habituales como los que se embriagan, los drogadictos, los puteros, los ladrones…y no a pecadores que se encuentran en situación pública de pecado. Es un ejemplo de entre muchos.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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