XXI Domingo del tiempo ordinario

El Señor habla éste domingo en el evangelio de acerca de la puerta angosta, es decir, de todo aquello que en nuestra vida requiere esfuerzo, dedicación, sacrificio y muchas veces algo de dolor y sufrimiento. Los cristianos no buscamos el dolor por el dolor –eso es una patología del espíritu- sino que aceptamos el dolor, la contradicción y el sufrimiento, por amor a nuestro Creador[1].

Y podríamos hablar de cinco razones o motivos para que el sacrificio esté presente en nuestra vida de cristianos comunes y corrientes.

La primera. El Sacrificio a favor de la paz interior. El pecado ha introducido una distorsión en la naturaleza humana. La falta de armonía en la que vive en hombre con respecto a Dios, al prójimo y a sí mismo, no podrá ser reparada sin la propia abnegación y sacrificio. Por ello y paradójicamente, la paz solo vendrá a aquellos que se hacen violencia, es la enseñanza del mismo Señor en el Evangelio[2].

Puesto que sabemos que “el espíritu es firme y la carne es débil[3], y que en nosotros conviven el hombre viejo” y el “hombre nuevo”[4], el sacrificio forma parte de nuestra colaboración con Dios Padre, de forma que seamos dóciles a su proyecto de hacer de nosotros hombre nuevos, a imagen de su Hijo.

La segunda. Sacrificio como purificación de los pecados. Sabemos que Dios es santo –lo encontramos en la Sagrada Escritura y nos lo grita nuestra conciencia- y que para gozar de su intimidad en el Cielo es del todo necesaria la purificación de nuestros pecados. Los limpios de corazón verán a Dios no así los hombres de corazón turbio[5]. Esa purificación tendrá lugar después de la muerte en el estado del Purgatorio, pero puede y debe de ser adelantada en esta vida. Entre los medios para la purificación de nuestros pecados, la Iglesia nos propone las obras de penitencia, es decir, la oración, el ayuno y la limosna. Dicho de otro modo: oración-vivencia sacramental, sacrificios-privaciones voluntarias y práctica de la caridad.

La tercera. El Sacrificio como expresión del amor. Con las debidas matizaciones, hemos de hacer nuestro aquel refrán dime cuánto estás dispuesto a sacrificarte, y te diré cuanto amas. Las obras que necesitan del sacrificio para realizarse, son una ocasión muy buena para expresar el amor que tenemos. Así el sacrificio no sólo es expresión del amor, sino que también es una circunstancia que lo hace crecer. Dicho de otro modo, difícilmente llega el amor a plenitud si no ha sido acrisolado al fuego del sufrimiento y del sacrificio.

La cuarta. El Sacrificio como identificación con el crucificado. El amor a Jesucristo, tiende a la plena identificación con él. Y la identificación con Jesucristo nos hace amar la cruz. Es un misterio que hemos podido comprobar en la vida de muchos santos. En las cumbres de la mística el Señor ha permitido que San Francisco de Asís o San Pío de Pietrelcina, y tantos otros santos, reviviesen su pasión, experimentando así la plena unión de amor esponsal con Él.

La quinta. El Sacrificio para ser corredentores. Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo[6], escribe san Pablo. En Cristo y al igual que Él, nosotros somos sacerdotes y víctimas. En el Nuevo Testamento, el sacerdote y la víctima se identifican; ya que Jesús se ofrece en sacrificio, como víctima, Él mismo, no un animal u otra criatura. De la misma forma nosotros; en Él somos sacerdotes y con Él nos ofrecemos como víctimas para la salvación del mundo. Y es que el Señor ha querido hacernos copartícipes de su tarea redentora, de forma que todos nuestros padecimientos y sacrificios no se limiten a ser expresión de amor, o fuente de purificación para nuestros pecados, etc... sino que, por pura gracia, nos permite unirlos al sacrificio de la Cruz, de forma que adquieran una potencia salvadora grandiosa.

En fin, son muchos los motivos que tenemos para que el sufrimiento y el sacrificio estén presentes en la vida de cada uno, cada uno revisemos el más adecuado a nuestra vida, -si no es que nos vienen bien los cinco.

Nos llamamos cristianos, por seguir a Cristo, y Cristo murió en la cruz. El sufrimiento esta presente en la vida de cada cristiano, está en nuestras manos darle un sentido y aprovecharlo para crecer.

Así sea.

[1] Homilía pronunciada el 26.VIII.2007, XXI domingo del tiempo ordinario en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[2] Cfr Mt 11, 12.
[3] Cfr Id 26, 41.
[4] Col 3, 9
[5] Cfr Mt 5, 8.
[6] Col 1, 24
ilustración:
CARAVAGGIO
The Sacrifice of Isaacc.
1605 Oil on canvas, 116 x 173 cm
Piasecka-Johnson Collection, Princeton

XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Son muchas las personas —explicaba con gracia C. S. Lewis[1]— que piensan que humildad equivale a mujeres bonitas tratando de creer que son feas, u hombres inteligentes tratando de creer que son tontos. Y como consecuencia de este malentendido se pasan la vida intentando creerse algo manifiestamente absurdo y, gracias a eso, jamás logran crecer en la virtud de la humildad[2].

Y es que no debemos confundir humildad con algo tan simple y ridículo como tener una mala opinión acerca de los propios talentos.

La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades, y es que la humildad no puede violentar la verdad, ya que la sinceridad y la humildad son dos formas de designar una realidad única. La humildad no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida a la verdad y a la naturalidad. In medio virtus, que decían los escolásticos.

No se logra la humildad en la familia humillando a los demás, ni regateando los legítimos y prudentes elogios a las buenas acciones de los hijos o del esposo o la esposa, con la excusa de evitar que se envanezcan. Ni consiste tampoco en echarse encima toneladas de basura. Porque, además, esas personas autoculpistas casi nunca no suelen creerse de verdad lo que dicen, o lo que se dicen ellos mismos; se pasan la vida diciendo que tienen muy mala memoria, que son un desastre, que no dan una...; pero suelen decirlo de modo genérico, y no les gusta que sea otro quien lo dé a entender, y menos si se desciende a lo concreto: cuando van conduciendo, por ejemplo, la culpa será siempre de otro conductor, del coche, o de la carretera, o de que le han distraído; y en el deporte, resultará que le han dado mal el balón, o que el terreno no estaban bien; etc.

Tampoco es humildad esa triste y victimista actitud de quien dice "es que soy así" y se abandona a sus propios defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso puede ser vivir cómodamente o en la inconstancia, pero no es, ni de lejos, la virtud de la humildad.

Una vez estaba yo –la voz es de santa Teresa- considerando por qué razón era Nuestro Señor tan amigo de ésta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad[3].

Hay muchas maneras de crecer en la humildad, y si ponemos verdadera atención a la voz de Dios en nuestro interior, seguro escucharemos por dónde tenemos qué mejorar.

La Confesión –es ahora León XIII quien nos habla- por la que revelamos a uno que es semejante a nosotros las miserias más secretas y vergonzosas de nuestra alma, es el acto más sublime de humildad que Jesucristo ha mandado a su s discípulos[4].

Poco queda decir después de ésta cita, quizá sólo pedirle a Jesucristo, manso y humilde de corazón[5], en ésta eucaristía su ayuda y su gracia en para adelantar en ésta virtud tan importante y tan esencial para la vida espiritual de cada uno.

Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor ¡ruega por nosotros!

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[1] Clive Staples Lewis (Belfast, 29 de noviembre de 1898 - Oxford, 22 de noviembre de 1963), comúnmente conocido como C.S. Lewis, sus amigos lo llamaban Jack. Fue un escritor, apologista y académico irlandés. Lewis es conocido principalmente por sus trabajos acerca de la literatura medieval, apologías cristianas, criticismo literario y su ficción. Él es más conocido hoy por sus libros infantiles de las Crónicas de Narnia
[2] Homilía pronunciada el 2.VIII.2007, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas), XXII domingo del tiempo ordinario.
[3] Santa Teresa, Las Moradas, VI, 10
[4] Práctica de la humildad, 58.
[5] Cfr Mt 11, 28-30.

ilustración: Giovanni di Paolo Madonna dell'Humiltá c. 1442 Tempera on wood, 56 x 43 cm Museum of Fine Arts, Boston

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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