XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Son muchas las personas —explicaba con gracia C. S. Lewis[1]— que piensan que humildad equivale a mujeres bonitas tratando de creer que son feas, u hombres inteligentes tratando de creer que son tontos. Y como consecuencia de este malentendido se pasan la vida intentando creerse algo manifiestamente absurdo y, gracias a eso, jamás logran crecer en la virtud de la humildad[2].

Y es que no debemos confundir humildad con algo tan simple y ridículo como tener una mala opinión acerca de los propios talentos.

La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades, y es que la humildad no puede violentar la verdad, ya que la sinceridad y la humildad son dos formas de designar una realidad única. La humildad no está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida a la verdad y a la naturalidad. In medio virtus, que decían los escolásticos.

No se logra la humildad en la familia humillando a los demás, ni regateando los legítimos y prudentes elogios a las buenas acciones de los hijos o del esposo o la esposa, con la excusa de evitar que se envanezcan. Ni consiste tampoco en echarse encima toneladas de basura. Porque, además, esas personas autoculpistas casi nunca no suelen creerse de verdad lo que dicen, o lo que se dicen ellos mismos; se pasan la vida diciendo que tienen muy mala memoria, que son un desastre, que no dan una...; pero suelen decirlo de modo genérico, y no les gusta que sea otro quien lo dé a entender, y menos si se desciende a lo concreto: cuando van conduciendo, por ejemplo, la culpa será siempre de otro conductor, del coche, o de la carretera, o de que le han distraído; y en el deporte, resultará que le han dado mal el balón, o que el terreno no estaban bien; etc.

Tampoco es humildad esa triste y victimista actitud de quien dice "es que soy así" y se abandona a sus propios defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso puede ser vivir cómodamente o en la inconstancia, pero no es, ni de lejos, la virtud de la humildad.

Una vez estaba yo –la voz es de santa Teresa- considerando por qué razón era Nuestro Señor tan amigo de ésta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad[3].

Hay muchas maneras de crecer en la humildad, y si ponemos verdadera atención a la voz de Dios en nuestro interior, seguro escucharemos por dónde tenemos qué mejorar.

La Confesión –es ahora León XIII quien nos habla- por la que revelamos a uno que es semejante a nosotros las miserias más secretas y vergonzosas de nuestra alma, es el acto más sublime de humildad que Jesucristo ha mandado a su s discípulos[4].

Poco queda decir después de ésta cita, quizá sólo pedirle a Jesucristo, manso y humilde de corazón[5], en ésta eucaristía su ayuda y su gracia en para adelantar en ésta virtud tan importante y tan esencial para la vida espiritual de cada uno.

Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor ¡ruega por nosotros!

_________________

[1] Clive Staples Lewis (Belfast, 29 de noviembre de 1898 - Oxford, 22 de noviembre de 1963), comúnmente conocido como C.S. Lewis, sus amigos lo llamaban Jack. Fue un escritor, apologista y académico irlandés. Lewis es conocido principalmente por sus trabajos acerca de la literatura medieval, apologías cristianas, criticismo literario y su ficción. Él es más conocido hoy por sus libros infantiles de las Crónicas de Narnia
[2] Homilía pronunciada el 2.VIII.2007, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas), XXII domingo del tiempo ordinario.
[3] Santa Teresa, Las Moradas, VI, 10
[4] Práctica de la humildad, 58.
[5] Cfr Mt 11, 28-30.

ilustración: Giovanni di Paolo Madonna dell'Humiltá c. 1442 Tempera on wood, 56 x 43 cm Museum of Fine Arts, Boston

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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