Salía el Señor de Jericó seguido de bastante gente cuando un
grito le hizo detenerse en el camino. Era Bartimeo (uno de los pocos personajes
evangélicos a los que conocemos por su nombre propio) que desde su ceguera
imploraba la luz. Gritaba, a pesar de su impotencia y a pesar de la oposición de
los que seguían a Jesús y que intentaban imponerle silencio, porque quizá lo
importante para ellos no era que aquel hombre recuperara la vista sino que no
se perturbara el ambiente general del que estaban disfrutando, que nada extraño
rompiera la “armonía” de la comitiva o del momento.
Y el grito de Bartimeo llegó directamente al corazón del
Señor que se detuvo y lo llamó. La respuesta a su petición fue fulminante. La
luz llegó a los ojos de aquel ciego. Un torrente de color lo invadió. Supongo
que su primera y más profunda mirada sería para aquel hombre que con tanta
exactitud había resuelto su gran problema. El evangelista añade que, recobrada
la vista, seguía a Jesús por el camino y que había abandonado lo único que
tenía: el manto; un manto que quedó olvidado al borde del camino como testigo de
aquel profundo cambio de vida.
Bartimeo, antes de recuperar la vista había recuperado
la capacidad de gritar tanto y tan intensamente que llegó a molestar a los que
acompañaban al Señor. La capacidad de gritar está en cierto modo relacionada
con la infancia. Un niño, cuando quiere algo, no duda en gritar, no duda en ser
molesto, porque, entre otras cosas, se encuentra pequeño y no tiene la
sensación de que puede resultar inoportuno. Grita también el hombre adulto en
los momentos difíciles de su vida, en los momentos de angustia, de profunda
inquietud, aunque, posiblemente en estos momentos, el grito del hombre sea más
bien un grito interno.
La realidad es que hay momentos en los que abandonando
los convencionalismos uno grita y se decide a dejar el borde del camino y
buscar el horizonte pasando por encima de los que intentan imponer silencio
para que no molestar al Maestro.
Y Bartimeo hace todo eso: el grito y el salto en medio
del camino, cuando se decide a dejar el manto. Para seguir a Jesús es
inevitable dejar algo. Unos dejaron sus barcas, Bartimeo tuvo que dejar su
manto. Y lo hizo sin pensarlo mucho. Aquel manto que, en cierto modo lo
cualificaba, que en cierto modo era testigo de su invalidez y que le servía
para recoger las limosnas que le arrojaban y para defenderse del frío de la
noche, no iba a servirle de nada si, como deseaba fervientemente, iba a
acabarse su deficiencia. Era pues aquel un hombre decidido. Saltó sobre su
manto, la única pertenencia que tenía, y gritó sin poder lo que otros apenas se
atrevían a susurrar. Le grita ¡Hijo de
David! es decir, ¡Mesías!...
Qué duda cabe:
el Señor ama a los hombres como Bartimeo, a aquéllos que conscientes de sus
deficiencias, que saben de sus invalideces, que han tenido experiencia
inolvidable de su ceguera, de sus carencias, a hombres que han sido capaces de
gritar su impotencia, su pequeñez, su necesidad de los otros. El Señor ama a
los hombres que reconocen en su vida zonas de sombra, que no tienen certezas
absolutas, que no tienen la respuesta exacta para cada problema de la vida y de
la muerte. Es posible que esa sensación de carencia que hizo gritar a Bartimeo
y que le condujo junto a Jesús para no separarse jamás de El no la sintieran
los que caminaban a su lado. Por eso no comprendieron el grito angustiado del
ciego y pretendieron que callara. Who
knows.
El Señor nos invita –es eso: una invitación- a dejar
al borde del camino nuestras grandes o pequeñas pertenencias, seguridades,
garantías, para caminar con él la aventura de un sendero desconocido con la
confianza puesta en Él, en el Maestro, que nos ama con locura[1]
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