Enamorados y poetas de todos los
tiempos han cantado las maravillas de la persona amada: Becquer, Aute[1],
Manrique[2],
Garcilaso, Manzanero, santa Teresa, Neruda, Miguel Bosé[3],
Quevedo, Sabina[4] y Sabines,
¡tantos!... Una persona cualquiera vista por otra cualquiera o vista por aquél
que la ama no resulta la misma. A quien queremos le encontramos maravillas que
pasan desapercibidas para aquél que no participa de nuestro sentimiento. Cuando
alguien se enamora de una persona es capaz de cantar sus excelencias con un
ardor sorprendente y hasta de transmitir el entusiasmo que nos invade.
Este
domingo, el séptimo del tiempo de Pascua en el que la Iglesia celebra la solemnidad
de la Asunción del Señor, la Liturgia de la Palabra nos presenta un pedazo de
la hermosísima carta de Pablo a los Efesios: un canto exultante de un hombre
enamorado de su fe, entusiasmado con su Dios a quien ha conocido profundamente y
dependiente por completo de su infinita misericordia. Tengo para mi que este es
el canto apasionado de un hombre que se ha encontrado con Cristo y se ha
quedado como en shock y al mismo
tiempo incapaz de guardar para sí la felicidad que ese descubrimiento le dio.
Y, como todo enamorado, canta todas las cualidades que ha ido descubriendo en esa
amistad tan profunda con el Señor. La segunda lectura merece la pena que la
releamos tranquilamente a ver si nos contagia algo del entusiasmo que derrocha.
Vemos en san Pablo a un hombre
cuyo entusiasmo se contagia, como un hombre que transmite electricidad a través
de los siglos.
Veinte
siglos más tarde, no puede leerse esta carta sin sentir, digamos, cierta envidia hacia aquel hombre que
transmite semejante alegría sólo porque se ha encontrado con Dios en el camino
de su vida. San Pablo es la imagen de un hombre que se ha lanzado de cabeza al
abismo de Dios y ha vuelto a la tierra con unos ojos gozosos y un corazón
entusiasmado que le grita al mundo su gran hallazgo, para que el mundo entero
participe en su suerte y en su alegría.
Hoy
podríamos detenernos un momento y pensar cómo es que los demás nos ven. Sí.
Leíste bien, tú que te acabas de revolver inquieto en la silla. Piensa –pienso-
en cómo te ven con los que habitualmente convives: ¿Como unos hombres y mujeres
asombrados de la suerte que han tenido al encontrarse con Cristo? ¿Cómo hombres
y mujeres que respiran alegría, o por el contrario nos ven como hombres y
mujeres que arrastran una religión convencional, de preceptos, de negaciones, de
normas y que no parecen haber tenido en su vida un gran encuentro personal sino
un encuentro con la Ley que les agobia y les empequeñece?
San
Pablo nos pone un gran ejemplo; veinte siglos después nos deja hoy una
espléndida lección de lo que puede ser acercarse a la esperanza a la que se nos
llama, a la riqueza de gloria que se nos ofrece, y la extraordinaria grandeza
del Dios por el que hemos optado, del que debemos hablar de palabra y obra y
sentirnos profundamente orgullosos. Pertenecemos a él. En la vida y en la
muerte, somos del Señor[5]
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