La historia del pueblo de Israel es muy similar a la de cada uno de
nosotros, se trata de una historia de idas y vueltas, de pecado y de conversión. Hoy en la primera lectura encontramos
un resumen de esta historia. La infidelidad de Israel, desde los jefes y
sacerdotes hasta el pueblo, fue grande. Aquella Alianza que habían firmado y prometido cumplir con Moisés a la salida de Egipto había sido
olvidada rápidamente. Israel abandonó a su Dios y se hizo otros dioses más cómodos. Y sucedió lo que tenia qué suceder: el
destierro a Babilonia. Los ejércitos invasores destruyeron el Templo, incendiaron la ciudad,
saquearon todo lo que pudieron y llevaron al destierro a los habitantes. El autor
de esta crónica
interpreta todo como consecuencia del pecado: ha sido el mismo pueblo el que al
alejarse de la Alianza con Dios se ha precipitado en la ruina en todos los
sentidos. Fue una experiencia muy amarga. El salmo que cantamos este domingo lo
resumen aun mejor (y quizá de manera aún más triste): Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar.
Pero en la misma lectura hemos escuchado
la otra cara de la historia. A los sesenta años del destierro, Dios movió el corazón del rey Ciro y éste permitió a los israelitas volver a Jerusalén para reedificar su nación y su Templo. No se consumó la destrucción del pueblo elegido de Dios, ni de su
religión. Dios superaba, una vez más, con su amor y su perdón, la realidad del
pecado. ¿No nos
sucede lo mismo a cada uno de nosotros: una historia de destierros y regresos,
de pecado y de perdón?
En Cuaresma somos invitados de modo
especial a confiar en esta misericordia de Dios y a reconciliarnos con Él. Como
Israel, se nos presenta el camino para volver del destierro, del pecado, y a
renovar en nuestras vidas la Alianza con Dios. La vuelta para los judíos fue un reto para la reedificación de sus casas, de su ciudad, de su
templo, de los valores que habían perdido por toda una generación de exilio en medio de una sociedad
pagana.
También para nosotros la Cuaresma y el tiempo de
Pascua son una invitación a reedificar. A reconstruir. Cada uno sabremos qué
exactamente. Es una historia personal de pecado y conversión, una historia comunitaria de renovación de fidelidades.
A los israelitas en el camino del desierto
se les puso delante la imagen de una serpiente, como medicina de sus males. No
sabemos cuál era
el sentido de esta serpiente. Pero lo que sí sabemos es que Cristo en la Cruz es para
nosotros cátedra
de sabiduría,
lección
magistral para nuestra vida, medicina y remedio para nuestros males. Ahí, en la Cruz de Cristo, es donde
entendemos qué
significa el amor de Dios y qué respuesta espera de nosotros. Y también de ahí proviene la Luz que quiere iluminar
nuestra existencia.
En la Vigilia Pascual encenderemos la luz
del Cirio Pascual que es imagen de Cristo, y nosotros mismos, con cirios más pequeños, iremos recibiendo participación de esa luz. Es todo un símbolo de lo que la Pascua quiere producir
en nosotros: que reedifiquemos nuestra vida, que nos dejemos iluminar por
Cristo, que renovemos nuestra Alianza, y que vivamos pascualmente, como hijos
de la luz. En medio de un mundo en muchos aspectos desorientado, los cristianos
reorientamos nuestra vida según la Alianza de Dios en Cristo Jesús[1].
Dios nos está siempre, siempre,
perdonando, recreando, amando: envolviéndonos en su amor, abriéndonos su
Corazón para que entremos en El y nos abrevemos de su Fuente. Nacer del
Espíritu, como acabamos de escuchar en el evangelio, significa que se empieza a
grabar la imagen de Cristo en nosotros, que se hace resucitar a Cristo en
nosotros. Es empezar a vivir la vida de Cristo, o que Cristo empieza a vivir en
nosotros. Nacer del Espíritu es ponerse en comunión con Dios, entrar en su
amistad, sentir el aliento que nos da vida. Es permitir que el Padre siga
engendrando a su Hijo en nosotros; siga repitiendo su eterno Tú eres mi hijo predilecto[2]
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