Aquellos hombres –reyes o
magos, en realidad da igual- ven la estrella y entienden un mensaje, una
noticia importante para su vida. En eso consiste la sabiduría de esos tres, en
que no sólo ven la superficialidad de las cosas, no sólo ven en la estrella una
estrella y, más tarde, en el niño, sólo un niño, sino que en el fondo descubren
algo más, digamos que descubren la base y fundamento del conjunto que observan
y, por eso, siguen sus huellas.
En
la sonrisa de una persona podemos ver no sólo un rostro feliz, sino también una
expresión amorosa o incluso la paz interior. No cabe duda que todo el mundo
tiene un rostro, una faceta, una cara: nuestra vida, nuestros encuentros,
nuestras experiencias... En muchas cosas puede aparecer una estrella que
indique el camino. Pero también ocurre que a menudo sólo vemos los contornos de
un asunto y no notamos el contenido, el mensaje que se encuentra dentro. En
esto consiste la sabiduría de aquellos hombres, en saber ver realmente lo que
la estrella quiere indicarles.
Aquellos
eran unos hombres abiertos. Se abren ante la aparición del nuevo rey del mundo
y se ponen en el camino de la vida. Por otra parte, se abren realmente en
cuanto salen de sí mismos y de su mundo para ponerse en el camino que señala la
estrella, por donde ella les marca. Una estrella amanece en su vida y se ponen
en marcha hacia Jerusalén donde encontrarán la luz de su vida.
Y
la estrella los lleva a Jerusalén. Allí les espera la mayor decepción pero también
la más importante decisión. Porque en Jerusalén encuentran dos reyes. En primer
lugar, encuentran a Herodes, el que poco antes había hecho ejecutar a sus hijos
por miedo a perder el trono, sin embargo no se detienen ante él. La estrella
sigue adelante y ellos van detrás, hasta encontrar al otro rey de los judíos,
un niño, sin poder y necesitado de ayuda. Esa pobreza no les lleva a confusión.
Ante él se postran y lo adoran. Y le ofrecen sus tesoros; su corazón, su
entrega, su esfuerzo. Para ellos está claro que la epifanía de Dios en la
tierra no acontece en el poder y la riqueza del mundo, sino en la sencillez y
en la humildad.
Al
final del relato el evangelio nos dice que volvieron a su tierra por otro
camino. Quien experimenta a Dios tan sencillamente y a la vez tan profundamente
no puede volver a recorrer el mismo camino. Ellos dieron la espalda a Herodes
con el que nada tenían que ver, ni del que nada querían saber. Hay ahora más
motivo para seguir el camino que marca la estrella: el camino del rey de reyes,
que por nuestro amor se ha hecho pequeño, para que nosotros seamos grandes.
Este es el amor universal que tal rey nos ofrece, un amor que se extienda a los
que son difíciles, a los creyentes y a los que no lo son, a los cercanos y a
los lejanos, a los conocidos y a los extraños.
Hace
unos años el Papa Paulo VI se preguntaba si los cristianos pertenecemos a los
buscadores de Dios. Porque Dios –decía- para revelarse en la luz que debe guiar
nuestra vida y conducirnos a la salvación, debe ser buscado. La gran aberración
del espíritu moderno es precisamente ésta; el hombre ya no busca a Dios y cree
que ha muerto la ciencia y la fe que hacen resplandecer, en el temor y en el
amor, a Dios sobre el camino de nuestra vida (…); la búsqueda de Dios en Cristo
es la brújula de la vida, y es una búsqueda que debe realizarse en todos los
senderos de la experiencia humana... Cristo está en la encrucijada de todos los
caminos para quien sabe buscarlo y hallarlo. En él se encuentra la Dios y se
conquista la verdadera vida ■
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