Cuenta el P. Gafo una interesante narración (que no un cuento
chino): «Un mandarín tuvo una visión. Vio el infierno con demonios hambrientos
y enflaquecidos que parecían esqueletos. Estaban sentados delante de un enorme
plato con arroz. En sus manos tenían unas enormes cucharas de unos dos metros
de longitud. Cada demonio intentaba coger la mayor cantidad posible de arroz.
Sin embargo cada uno obstaculizaba al otro con su larga cuchara, sin que
ninguno llegase a comer nada. El mandarín, espantado, apartó su mirada de
aquella visión... Más tarde llegó al cielo. Allí vio el mismo gran plato con el
arroz y las mismas largas cucharas que no les causaban ninguna dificultad a los
elegidos que ahí estaban. Ninguno podía alimentarse con su instrumento, pero
cada uno alimentaba con la cuchara al otro»[1].
La semejanza con el evangelio que acabamos de escuchar es
más que evidente. «El infierno son los otros» decía Sartre. El infierno son los
otros cuando cada uno se empeña en comer para sí mismo. Y el cielo son los
otros cuando no nos preocupamos de nosotros mismos, sino de alimentar a los hermanos
¡ese es el cielo al que aspiramos! Ese el Reino de Dios que comenzamos ya a
construir pero que ¡humanos al fin! Nos distraemos y confundimos con reinados
terrenales, y por lo mismo efímeros.
El contrasentido más grave que hemos hecho los humanos es
haber convertido a Jesús, rey desde la cruz, en un rey a la manera de este
mundo, es decir, poniéndolo como estandarte en la lucha contra los moros[2],
los indios[3],
y los revolucionarios liberales o comunistas. En nombre de Cristo se puede
morir, pero no se pueden justificar los crímenes. En el reino de Dios no cabe
imposición ni odio ni, por tanto, victoria del hombre sobre el hombre. En las
victorias humanas hay vencedores y vencidos; hay siempre imposición de unos
sobre otros. En cambio, el reino de Dios es la victoria sobre la opresión y la muerte,
y se inaugura con el perdón de Jesús desde la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen[4]. Todo lo demás es
consecuencia de éste perdón y de éste amor.
Este domingo, el último del año litúrgico, podemos
preguntarnos qué tiene ver el evangelio que acabamos de escuchar y que hace
prevalecer el amor a la hora del juicio, con la fiesta que celebramos
(Jesucristo Rey del universo). El Señor deja muy claro cómo es el Reino de
Dios, y cómo se entra en él. Con frecuencia nos cuesta entender que no es el
poder el lugar de encuentro con Dios, sino que Dios se manifiesta en el
semejante que llora, sufre, trabaja... y ahí, en ellos, Él nos espera. Si
olvidamos esta verdad tan elemental, corremos el riesgo de tomar las armas para
defender la civilización cristiana como si ésta fuera ya el Reino de Dios,
volviéndonos fanáticos y violentos.
Alrededor de nosotros hay personas que tiene hambre, que
están desnudas, que son perseguidas, que necesiten quién les escuche y les
consuele -¡hemos perdido tanto esa capacidad de consolar a los demás!- con
nuestra actitud a veces egoísta donde no existe la solidaridad no existe el
reino inaugurado por Cristo. El Señor quiere que el sediento beba, el hambriento se sacie,
el preso rompe sus cadenas[5],
y sobre todo que nos reconozcamos unos a otros como hermanos, ¿qué estamos
haciendo? ¿Existe por lo menos el deseo de empezar? ■
[1] J. Gafo, Palabras en el corazón. A. Mensajero,
Burgos, 1992, p. 259 ss.
[2] Nos
referimos a la Reconquista, el proceso histórico en el que los reinos
cristianos de la península ibérica buscaron el control en poder del dominio
musulmán. Este proceso tuvo lugar entre los años 722 (fecha probable de la
rebelión de Pelayo) y 1492 (final del Reino nazarí de Granada).
[3] La conquista de
América es el proceso de exploración, conquista y asentamiento en el Nuevo
Mundo por España y Portugal en el siglo XVI, y otras potencias europeas
posteriormente, después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en
1492. La Conquista dio lugar a regímenes virreinales y coloniales muy poderosos
que resultaron en la asimilación cultural de los indígenas y su sometimiento a
las leyes de las potencias conquistadoras
[4] Lc 23, 24.
[5] Cfr. Sal
115.
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