Nosotros esperábamos... dice uno de aquellos dos que caminaban llenos
de tristeza hacia Emaus, una frase que denota amargura, frustración; una frase
que podría como resumir al hombre que poco a poco va perdiendo la esperanza en
medio del mundo contemporáneo. Y uno se pregunta: ¿qué puede ocurrirle a un hombre para que
pierda la esperanza, qué puede sucederle a un cristiano para que desespere? ¿Esperábamos del Concilio? ¿Esperábamos del Papa, del obispo, del padre
fulanito? Quizá en
ese lamentable "esperábamos" más que una frustración es el diagnóstico de la desilusión en la que vivimos, una especie de autoconfesión de nuestro propio fracaso, de nuestra
evasión.
Seamos sinceros ¿Qué es lo que esperábamos? ¿Acaso esperábamos que nos lo diesen todo hecho? ¿Que
el Concilio fuese una especie de manual para la Iglesia, que el Papa o el
obispo nos diesen una receta o una fórmula magistral para alcanzar la salvación
y vivir, mientras tanto, en un lecho de rosas? Entonces estábamos esperando vanamente, porque esa
falsa esperanza no es sino la tonta pretensión de querer descargar nuestra
responsabilidad de cristianos en los hombros de los demás mientras vivimos cómodamente.
No podemos esperar así. Mejor dicho, esas "esperas" no
tienen nada que ver con la esperanza real cristiana con la esperanza con la que
caminó Jesús su paso por la tierra. Para el creyente, esperar es siempre esperar contra toda esperanza[1],
es saber que los hombres somos injustos y seguir luchando por la justicia.
Es saber que los hombres somos egoístas y seguir luchando por el amor. Es ver
que el mundo no tiene arreglo y, por eso, dar la vida para arreglarlo y dejarlo
–al marcharnos- un poco mejor de como lo recibimos.
Si
repasamos los personajes que aparecen a lo largo de los cuatro evangelios y que
llegan a tener un encuentro auténtico con Jesús, veremos que en todos ellos se
repite esta constante: son personas en situación de búsqueda y llenas de
esperanza: la curiosidad de Zaqueo, el dolor de Marta y María, el afán de ver
de los ciegos, la sed de la samaritana, la esperanza de la hemorroísa... Al
contrario, aquellos que estaban convencidos de tener las respuestas, o no se
planteaban ninguna cuestión, se cerraban el camino de acceso hasta Jesús: vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron[2].
Nosotros esperábamos...
una frase que tenemos que desterrar de nuestras conversaciones –interiores y
exteriores- porque hemos aprendido que la auténtica esperanza se conjuga en
presente: ¡nosotros esperamos! Porque estamos convencidos de que el camino de
esta esperanza no pueden recorrerlo aquellos que están de vuelta de todo, sino
aquellos que aún no han llegado, pero saben que todos los caminos marchan hacia
delante. Porque sabemos, porque creemos que hay una promesa pendiente que se ha
de cumplir a pesar de todo. Por eso damos ya gracias a Dios y nos gozamos,
aunque sabemos que nuestro gozo será completo cuando se manifieste la gloria de
los hijos de Dios en la casa del Padre ■
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