La celebración del Viernes santo incluye
el único momento en toda liturgia en el que la asamblea puede acercarse al
presbiterio para adorar la cruz.
En ese solemne momento la liturgia misma
indica que se canten los llamados
«improperios». El diccionario los define como una «especie de reproches que
Cristo paciente dirige a los cristianos y en general a todos, poniéndoles
delante los divinos beneficios y el modo como han correspondido a ellos». Y
añade que este canto «es lo más dramático e impresionante de toda la liturgia». El texto de los
improperios sigue un esquema repetitivo: «Yo te di el agua, el maná... Y tú no
has sabido responder a lo que yo te ha dado», para acabar con la triste queja del Señor: « ¿Qué te he hecho?
Respóndeme».
El texto de los improperios está
inspirado en la Biblia, pero, sobre todo en el libro apócrifo de Esdras. Ya
existen alusiones a este texto en los siglos IX y X. El ritual que primero cita
la adoración de la cruz es el Liber ordinum.
Generaciones y generaciones de creyentes se han acercado durante muchos siglos
a la cruz del salvador y han besado con
devoción al Crucificado, mientras se repite la amarga y triste queja del
Señor: ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho? ¿En
qué te he ofendido? Respóndeme.
La liturgia del Viernes santo es
peculiar: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y
sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podríamos decir
que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, el
Viernes santo lo es la presentación y la adoración de la cruz. La primera parte
–la liturgia de la Palabra- nos presentan la pasión de Cristo y su muerte; luego
la ceremonia de adoración de la cruz estará precedida por su solemne presentación
donde, por tres veces, se canta aquello tan entrañable: «Mirad el árbol de la
cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo».
Esa mirada al árbol de la cruz, esa
humilde y sentida adoración de la cruz
es el centro de la celebración. La liturgia propone también que se cante un bello
himno que, en una especie de
requiebro místico y amoroso: «¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol en donde la Vida empieza
con un peso tan dulce!».
En uno de los textos más conocidos de La imitación de Cristo, el autor, dice: «Jesús tiene muchos amantes de
su reino celestial, pero pocos que lleven con él la cruz. Tiene muchos que
desean la consolación, pero pocos que
desean la tribulación. Muchos aman a Jesús cuando no les sobrevienen
adversidades, pero si Jesús se esconde o los deja un poco tiempo, caen en la queja
o en la depresión del alma»[1].
Es verdad: cuando el viento sopla a favor en nuestra vida, cuando sentimos
el regusto de la vida interior,
cuando los acontecimientos de la vida nos son favorables, es fácil seguir al
Señor, pero cuando el peso de la vida cae sobre nuestras espaldas, cuando
sentimos el rechazo del mundo entonces caemos en la queja o en la depresión del
alma.
«Mirad el árbol de la cruz». Hoy no
deberíamos ser nosotros los que nos quejemos; es Él quien puede lanzar su
amarga queja a esta humanidad en
la que no hemos sabido aceptar del todo su vida y su mensaje, su denuncia de
nuestros convencionalismos e inautenticidades, de nuestras medianías y mediocridades,
de nuestras miserias e injusticias... Mirando al árbol de la cruz no somos nosotros
los que nos debemos quejar de la dureza de la vida: es Él quien se queja de lo
que hemos hecho con él. Porque no fueron sólo los jefes religiosos o el pueblo
judío los que le llevaron a la cruz; tampoco nosotros le aceptamos, ni le
habríamos aceptado, si él nos
hubiera dicho a nuestros oídos su mensaje y su vida. Por eso ese Cristo, desde
el árbol de la cruz, puede hoy
decir:
Yo te saqué de Egipto, es decir te he dado un mensaje que
trae libertad a tu corazón; yo te
he enseñado un camino que te libera de tus cadenas interiores, de las
esclavitudes que aherrojan lo mejor de ti mismo...
Yo abrí el mar delante de ti: yo te hice ver la grandeza que está
escondida en tu corazón, la bella
misión que tienes que realizar; yo hice saltar el estrecho círculo en el
que tiendes a encerrarte...
Yo te guiaba con una columna de nubes… he estado siempre cerca de ti, yo te
he acompañado con el pan y el
vino, con el agua, el perdón, el amor... Me he convertido en todas esas cosas sencillas y de cada
día, para guiarte por el desierto de tu vida...
Yo te sustenté con maná en el desierto… yo te he dado tantas veces mi Cuerpo,
hecho pan, como viático y alimento para tu vida; yo te he dado tantas veces mi
palabra, que debía calentar tu
corazón; he puesto a tantas personas en el desierto de tu vida…
Yo te di un cetro real… te he dado la dignidad maravillosa
hijo de Dios, te he hecho
participar de mi propia vida, te he repetido tantas veces que puedes sentirte
hijo y llamar entrañablemente Abba a Dios...
Yo te levanté con gran poder, es decir, te he dicho tantas veces
que, a pesar de tus miserias y
pecados, yo te aceptaba y podías volver a comenzar de nuevo; te he
esperado tantas veces, como aquel padre bueno…
Hoy, aunque sea por un día, no nos
quejemos de Dios. Hoy escuchemos humildemente en nuestro corazón la queja del
Señor crucificado: ¡Pueblo mío! ¿Qué te
he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme[2]
■
[1] La Imitación de Cristo (título original en latín De Imitatione Christi) es un libro de
devoción y ascética católico escrito en forma de consejos breves cuyo objetivo,
según el propio texto, es «instruir al alma en la perfección cristiana,
proponiéndole como modelo al mismo Jesucristo», según la escuela de la Devotio moderna. Se publicó por primera
vez de forma anónima en 1418 según algunos autores y en 1427 según otros. A lo
largo de la historia su autoría se ha otorgado a diversos escritores
religiosos, como Inocencio III, san Buenaventura, Enrique de Kalkar, Juan de
Kempis, Walter Hilton y Juan Gerson, si bien la mayoría de los estudiosos
actuales coinciden en considerar a Tomás de Kempis, miembro de la congregación
de los Hermanos de la vida en común, como su autor más probable. Se considera
uno de los libros cristianos más influyentes después de la Biblia y con mayor
número de lectores, por lo que se trata de un clásico de la literatura mística.
[2] J. Gafo, Dios a la
vista. Homilías ciclo C, Madrid 1994, p. 123 ss.
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