Viernes Santo de la Pasión del Señor (2014)

La celebración del Viernes santo incluye el único momento en toda liturgia en el que la asamblea puede acercarse al presbiterio para adorar la cruz.

En ese solemne momento la liturgia misma indica que se canten los  llamados «improperios». El diccionario los define como una «especie de reproches que Cristo paciente dirige a los cristianos y en general a todos, poniéndoles delante los divinos beneficios y el modo como han correspondido a ellos». Y añade que este canto «es lo más dramático e  impresionante de toda la liturgia». El texto de los improperios sigue un esquema repetitivo: «Yo te di el agua, el maná... Y tú no has sabido responder a lo que yo te ha dado», para  acabar con la triste queja del Señor: « ¿Qué te he hecho? Respóndeme».

El texto de los improperios está inspirado en la Biblia, pero, sobre todo en el libro apócrifo de Esdras. Ya existen alusiones a este texto en los siglos IX y X. El ritual que primero cita la adoración de la cruz es el Liber ordinum. Generaciones y generaciones de creyentes se han acercado durante muchos siglos a la cruz del salvador y han besado con  devoción al Crucificado, mientras se repite la amarga y triste queja del Señor: ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme.

La liturgia del Viernes santo es peculiar: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podríamos decir que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, el Viernes santo lo es la presentación y la adoración de la cruz. La primera parte –la liturgia de la Palabra- nos presentan la pasión de Cristo y su muerte; luego la ceremonia de adoración de la cruz estará precedida por su solemne presentación donde, por tres veces, se canta aquello tan entrañable: «Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo».

Esa mirada al árbol de la cruz, esa humilde y sentida  adoración de la cruz es el centro de la celebración. La liturgia propone también que se cante un bello himno que, en una especie  de requiebro místico y amoroso: «¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol en donde la Vida empieza con un peso tan dulce!».

En uno de los textos más conocidos de La imitación de  Cristo, el autor, dice: «Jesús tiene muchos amantes de su reino celestial, pero pocos que lleven con él la cruz. Tiene muchos que desean la consolación, pero pocos que  desean la tribulación. Muchos aman a Jesús cuando no les sobrevienen adversidades, pero si Jesús se esconde o los deja un poco tiempo, caen en la queja o en la depresión del  alma»[1]. Es verdad: cuando el viento sopla a favor en nuestra vida, cuando sentimos el  regusto de la vida interior, cuando los acontecimientos de la vida nos son favorables, es fácil seguir al Señor, pero cuando el peso de la vida cae sobre nuestras espaldas, cuando sentimos el rechazo del mundo entonces caemos en la queja o en la depresión del alma.

«Mirad el árbol de la cruz». Hoy no deberíamos ser nosotros los que nos quejemos; es Él quien puede lanzar su amarga queja a esta  humanidad en la que no hemos sabido aceptar del todo su vida y su mensaje, su denuncia de nuestros convencionalismos e inautenticidades, de nuestras medianías y mediocridades, de nuestras miserias e injusticias... Mirando al árbol de la cruz no somos nosotros los que nos debemos quejar de la dureza de la vida: es Él quien se queja de lo que hemos hecho con él. Porque no fueron sólo los jefes religiosos o el pueblo judío los que le llevaron a la cruz; tampoco nosotros le aceptamos, ni le habríamos aceptado, si él  nos hubiera dicho a nuestros oídos su mensaje y su vida. Por eso ese Cristo, desde el árbol  de la cruz, puede hoy decir:

Yo te saqué de Egipto, es decir te he dado un mensaje que trae libertad a tu corazón; yo te  he enseñado un camino que te libera de tus cadenas interiores, de las esclavitudes que aherrojan lo mejor de ti mismo...

Yo abrí el mar delante de ti: yo te hice ver la grandeza que está escondida en tu  corazón, la bella misión que tienes que realizar; yo hice saltar el estrecho círculo en el que  tiendes a encerrarte...

Yo te guiaba con una columna de nubes… he estado siempre cerca de ti, yo te he  acompañado con el pan y el vino, con el agua, el perdón, el amor... Me he convertido en  todas esas cosas sencillas y de cada día, para guiarte por el desierto de tu vida...

Yo te sustenté con maná en el desierto… yo te he dado tantas veces mi Cuerpo, hecho pan, como viático y alimento para tu vida; yo te he dado tantas veces mi palabra, que debía  calentar tu corazón; he puesto a tantas personas en el desierto de tu vida…

Yo te di un cetro real… te he dado la dignidad maravillosa hijo de Dios, te  he hecho participar de mi propia vida, te he repetido tantas veces que puedes sentirte hijo y  llamar entrañablemente Abba a Dios...

Yo te levanté con gran poder, es decir, te he dicho tantas veces que, a pesar de tus miserias y  pecados, yo te aceptaba y podías volver a comenzar de nuevo; te he esperado tantas veces, como aquel padre bueno…

Hoy, aunque sea por un día, no nos quejemos de Dios. Hoy escuchemos humildemente en nuestro corazón la queja del Señor crucificado: ¡Pueblo mío! ¿Qué te he  hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme[2]



[1] La Imitación de Cristo (título original en latín De Imitatione Christi) es un libro de devoción y ascética católico escrito en forma de consejos breves cuyo objetivo, según el propio texto, es «instruir al alma en la perfección cristiana, proponiéndole como modelo al mismo Jesucristo», según la escuela de la Devotio moderna. Se publicó por primera vez de forma anónima en 1418 según algunos autores y en 1427 según otros. A lo largo de la historia su autoría se ha otorgado a diversos escritores religiosos, como Inocencio III, san Buenaventura, Enrique de Kalkar, Juan de Kempis, Walter Hilton y Juan Gerson, si bien la mayoría de los estudiosos actuales coinciden en considerar a Tomás de Kempis, miembro de la congregación de los Hermanos de la vida en común, como su autor más probable. Se considera uno de los libros cristianos más influyentes después de la Biblia y con mayor número de lectores, por lo que se trata de un clásico de la literatura mística.
[2] J. Gafo, Dios a la vista. Homilías ciclo C, Madrid 1994, p. 123 ss.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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